Los hispanistas norteamericanos son gente laboriosa y preparada, un poquitín infantiles. Vienen a Madrid y no solo se dan a la investigación y el estudio, también se sienten fascinados por las tertulias, y de esto van bien servidos. Verbigracia. Los martes está la Tertulia Hispanoamericana del hipotenso (en apariencia) Montesinos. Los viernes en el Gijón comen los cuentistas alrededor de Meliano Peraile. Antonio Ferrer gobierna el realismo puro y duro allá por donde el diario Pueblo. Pero lo que atraía mucho a estos visitantes era la tertulia de los miércoles en la librería Ínsula de la calle del Carmen, con el posterior rato de comistrajos y de valdepeñas a escote riguroso en una taberna vecina.
En las reuniones de Ínsula había celtibéricos que llevaban sus miras. Entre los yanquis visitantes había jóvenes doctorandas de buen ver. Por tantearlo que no quedara. Al final eran unas estrechas.
Una vez apareció por allí un profesor de Wisconsin que había venido otros años, le cuadró sentarse a mi lado en un peldaño de la escalera interior, porque el local estaba lleno, y fue para decirme su desazón porque en su departamento de la universidad querían reproducir lo nuestro y el invento no les funcionaba. Era grata persona y traté de ayudarle:
No les salía la tortilla de patata.
Intenté darle la receta, pero yo nunca hice una tortilla de patata. Sí le dije que con tres huevos no podía cuajarse una tortilla de patata para diez personas.
¿Bebían vino?
No, no bebían vino (supuse que se animaban con Coca-Cola).
Se sentaban en unas sillas formando círculo, por orden de antigüedad en la universidad. Entre ellos mismos elegían un chairman, una mera formalidad para la ocasión.
Y hablaban ordenadamente, sin quitarse la palabra unos a otros. Al cerrar y apagar las luces no se decían maricón el último.