Una fábula moral

Me dieron un premio, modesto, pero la vida era barata y decidí gastar las pesetas en mi viejo sueño de la lejanía y el exotismo. Me habían dicho que Marruecos, ahí mismo a la puerta de casa, es la mayor y más barata ración de Oriente que se despacha. Cierto, y eso que no llegué a pasar de Tánger. La ciudad me fascinó, encendiendo mi imaginación. Con avidez callejeaba por la kasba, y «vi» mucho mil y una noches en lo profundo de las casas celosamente cerradas a los ojos de quienes no supieran forzar el milagro.

Supe que el instituto español de enseñanza tenía un director de mi tierra, un hombre acogedor, y que en su residencia había tertulias interesantes que frecuentaban personajes de la ciudad, incluso algún moro notable. Don Valentín me abrió su amistad y su jardín de frescor, donde un grupito nos reuníamos a charlar y quizá a saborear un té con menta. Mi paisano era un hombre bien parecido y elegante, lo recuerdo con un traje ligero de color tostado, de alpaca o una tela así. Y si era en la calle, con un sombrero de ala generosa contra los ataques del sol.

De fondos estaba yo en las últimas cuando me visitó la suerte, o sea la baraka, y un periodista amigo me pidió que lo sustituyera unos días en la corresponsalía del periódico de Madrid, pura rutina porque entonces en Tánger no pasaba nada. Así se prorrogó mi estancia. Una tarde se habló en la tertulia del gusto oriental por el intercambio de historias. A mí me gusta contar. En una casa ricachona de Xauen, precisamente en el día más caluroso de un agosto muy duro, celebraban una exagerada comida de fiesta, donde el cuscús se diría el aperitivo, conque imaginen lo que vendría después, hasta terminar en la apoteosis de la pastelería.

«Pastelillos de marihuana —sospechó el viejo médico, que había ejercido en San Luis de los Franceses—, eso ocurre en las estribaciones del Rif. Y perdón por la interrupción», dirigiéndose a mí.

Un miembro de la familia festejadora, proseguí con estudiada calma, era un mozarrón fornido y en plena juventud, de complexión sanguínea, no es extraño que buscara en la siesta la ayuda para una digestión trabajosa. El sosiego del lugar, en la zona más aislada de toda la casa, y las propias virtudes del condumio bien especiado le hicieron despertar en un estado de virilidad gloriosa. Él mismo se admiró de aquel regalo palpitante de la naturaleza, capaz de colmar los deseos de todo un harén.

«¡Aixa, Aixa!», llamó con desesperación.

Vino Aixa y se quedó en la puerta de la alcoba, haciendo sus ojos a la penumbra. Luego se fue acercando a la voz que le hablaba desde la cama:

«Mira esto, Aixa, mira lo que te pierdes por ser mi hermana».

Se hizo un silencio grave en nuestra reunión tangerina y temí haberme pasado. Sobre todo por don Valentín García Yebra, que tenía el carácter serio y probablemente casto como los escritores del 98. Pero era también un maestro de la literatura, un crítico justo. Reconoció que, aun con algún detalle realista que podía haberse evitado, mi relato no era fábula milesia sino moral y ejemplarizante, porque, en definitiva, los jóvenes agonistas del cuento renuncian al placer del pecado nefando.