El escritor al volante

Odiaba los coches. Cuando tenía un sentimiento profundo lo ponía en verso: «Odio los autos que me han robado una ciudad que tenía muy bien soñada», por ahí andará el poema en alguna antología olvidada. Y en ésas, Jorge Ferrer me encandiló con que podía influir en Espasa para que editasen mis cuentos.

—No está lejos, es un momento en mi coche.

Jorge era generoso. Quería venir a recogerme a mi casa en Argüelles, pero preferí ahorrárselo y salimos juntos de la suya. Yo observaba con admiración al escritor catalán–madrileño, aquella capacidad suya para meterse en la riada de cientos y miles de coches, ir seleccionando, cambiando de carril con la anticipación necesaria y saber si dirección Burgos o los hospitales o Fuencarral.

—Este ayuntamiento o Tráfico o quien sea no para de cambiar las señales —decía el escritor, tranquilo, al menos en apariencia—. Pero no te preocupes, quitándonos de los camiones es pan comido.

Jorge conducía bien, yo diría que un poco «literariamente», con ese confiado descuido que suele verse en gente de pluma, aunque más frecuentemente los escritores son conducidos por sus mujeres.

A uno y otro lado de las carreteras por donde íbamos había industrias, cerámicas, unos estudios de televisión, pero lo que no aparecía era el anuncio de Espasa Calpe.

—Tenemos que estar llegando —me tranquilizó—, y entrar en la colección Austral es mejor que el premio nacional, no sabes cómo está el mundo de la edición para este género que en España trabajamos media docena de ingenuos. ¡Y pensar que a la Pardo Bazán le quitaban de las manos aquellos cuentos decepcionantes!

Pero las grandes letras de ESPASA (tenían que ser grandes) no asomaban. En cambio, vimos el aviso de que estábamos llegando a Guadalajara. Jorge protestó otra vez, ahora contra el Ministerio de Obras Públicas, pero sin enfadarse. Tomó una vía que decía «Cambio de sentido» y se aplicó al acelerador, pronto nos vimos de vuelta en Fuencarral y solo entonces le advertí al conductor, con timidez, que estábamos prácticamente en la plaza de Castilla, pleno Madrid, o sea en el punto de salida.

—No te preocupes —me dijo—, en la editorial hacen jornada continua, y ahora caigo yo en dónde hay que hacer el desvío.

Lo que encontramos a las tres de la tarde fue un mesón que ofrecía las mejores chuletillas de cordero, vinos de la región, y el anuncio no mentía.

—Ya ves, colega —dijo Ferrer-Vidal—, no hay mal que por bien no venga. Y a Espasa podemos venir mañana, que los lunes como hoy son el peor día de camiones.

La sobremesa se prolongaba. Jorge la había tomado con la condesa doña Emilia y con el final de algunos de sus cuentos, que a él le dejaban insatisfecho «y boquifruncido», pero yo le escuchaba apenas, a mí me preocupaba si este hombre sabría volver a casa para la cena.