La visita a Velintonia

Había que irse a Madrid.

Llevaba tiempo en Madrid, y para completar mi noviciado de poeta me faltaba el rito de Velintonia, pocas esperanzas podías tener si no habías visitado a Aleixandre. Era una timidez mía sin motivo, porque el maestro recibía a todos y contestaba todas las cartas. A cualquier poeta que le enviase su libro, le contestaba que sus versos eran espléndidos, que marcaban un hito en la poesía española, y a algún principiante he visto correr a pagarse una nueva edición que saliera enriquecida con el juicio hiperbólico en la solapa.

Yo tenía algunas cartas de don Vicente. Cuando en mi pueblo recibía una carta suya (o de Guillén o de Cela) me ponía orgulloso, pero a mi madre no le hacía mucho efecto porque esperaba más de su chico:

«¿Y Pemán, es que no te escribe Pemán?».

Una tarde de primavera madrileña me decidí a hacer la peregrinación a La Meca, fui trajeado, y a última hora porque me habían advertido que Aleixandre hacía una siesta muy larga. Por la mañana tampoco podías ir porque reposaba antes de comer, la siesta que llaman del carnero o del canónigo. Me recibió afable y paternal. Mejor que el perro, que aun contenido por la hermana del dueño me era hostil. Me dolió pensar que otra cosa sería si los visitantes fuesen Cano o Bousoño, que en el culto a Velintonia eran de comunión diaria.

El maestro estuvo atento. Mostró (o aparentó) interés por mis asuntos. Estaba tendido en un sofá, pulcramente en traje de calle, pero a medias cubierto con una manta. Yo creo que su eterna convalecencia era un cuento, que don Vicente era un poeta vago, decidido a vivir a la sombra del paraíso.

De regreso en casa quise anotar mis impresiones frescas, Aleixandre ya era importante, tanto que en su día lo vimos Premio Nobel. Y no me salió nada que fuese trascendente. Lo que se imponía en mis recuerdos recentísimos, y no sin envidia, fue el sofá, que tenía dispositivos ingeniosos para leer y escribir panza arriba.