Las camisas del obispo

Cuando me pongo a contar me gusta sacar alguna historia de obispo, mejor de una diócesis recogida. Esto que viene ahora fue en verano, en domingo. El «Castillo del Conde», como decimos en nuestro pueblo, tiene más de palacio que de fortaleza. Me refiero a su zona vivida, otra cosa son los torreones y patios de armas y sus legendarios pasadizos, no sé si reales en su totalidad o contaminados en mi memoria infantil. Ahora, de mayor, frecuento el castillo y soy amigo de sus señores. Y al castillo venía el obispo.

Monseñor era un obispo como Dios manda, siempre en traje talar y con todas las galas de su jerarquía. Como era alto y guapo, parecía un cardenal del Renacimiento. Había anunciado la llegada y los señores de la casa esperaban en el abierto portón principal, con alguno de los amigos que también estábamos invitados. Llegó en su automóvil negro, que un chófer discretamente uniformado conducía. Después de los saludos, cuando pasábamos por el previo jardín, un sol tamizado por los árboles centenarios no descarnaba la escena, antes la resaltaba como cosa del Vaticano o de Castelgandolfo.

En el solemne comedor me pareció sadismo que no hubieran puesto ceniceros, y casi al final de la comida, imaginando la ansiedad del prelado, pedí permiso para fumar un cigarrillo, cuando nada me apetecía menos. Levantada la veda implícita, Su Ilustrísima comenzó a devorar paquetes de tabaco rubio.

Pasamos a tomar café en un salón de recodo propicio para la charla. El obispo era hombre culto, prudente y, por lo que entonces se vio, también era tímido. Aun contando con lo mucho que han cambiado los tiempos, me sorprendió que el arcipreste, interrumpido en cierto momento por su obispo, le dijera al superior:

—Espere, déjeme terminar, después me dice usted lo que quiera.

Con el café y las copas, la conversación se fue enriqueciendo y hablamos del arte (de la música, en aquella casa de músicos), y de la ciencia y la vida, incluso de mariología, que es terreno trabajado por el obispo teólogo. También de lo menudo: a mí me intrigan las pequeñas cosas de los obispos. A éste lo tienen llamado por teléfono a medianoche protestando porque no estaba encendida la iluminación de la catedral ni del palacio Gaudí.

Yo le dije que se le venía encima una buena, con el Xacobeo del año próximo, esos falsos penitentes que se echarán a la carretera con el cuento del peregrinaje. Nos dijo que ya estaban viniendo: a los párrocos, y no siempre con buenas maneras, les piden comida, albergue, aunque prefieren algo de dinero… Al propio obispo, un peregrino más o menos verdadero le sacó unas pesetas y quería que le diera también alguna camisa.

—Le dije a aquel hombre —explicó el obispo— que en eso de la camisa no podía atenderle, que las mías no le valdrían porque son sin cuello.

«¡Las que siempre fueron mi afición!», estuve a punto de decir.

—Sin cuello, o sea con tirilla —remató monseñor para mi congoja—, y en un tejido de lino que se arruga mucho.

Ya no pude contenerme y le insinué que si no tendría para mí alguna de esas camisas. Se rió Su Ilustrísima tomándoselo a broma, y no me atreví a decirle que unas prendas así de estilosas son lo último en las boutiques de Ibiza o Milán.