Papillón

Lo de ir a Canarias fue porque acababa de publicarse una novela mía. Con los libros de poesía o de cuentos no me pasaba eso, los editores ni caso, pero al sacar una novela comprometen dinero. Un sitio para Soledad andaba por las librerías de la península y de las islas y el editor me llevaba y traía para ese folclore de las entrevistas y la firma de ejemplares. En el hotel de Las Palmas me esperaban los de Plaza y Janés, en el bar, con la tranquilidad de quienes viajan y gastan con las espaldas cubiertas.

—¿Ustedes se conocen? —con ellos estaba un hombre de aspecto fuerte pero como muy usado, las manos largas y poderosas cuando la suya apretó la mía en el saludo de presentación.

—Henri Charrière —él mismo dijo sin mayor ceremonia, y yo correspondí, pero sin ponerme a competir con la fuerza colosal de aquella mano diestra.

Monsieur Henri Charrière era un ciudadano en la plenitud de sus derechos como tal, aunque no mucho antes fuera el presidiario Papillón, huido de la justicia francesa desde la temible Guayana de los condenados al infierno. Papillón se titulaba su libro. Fue un suceso insólito. El prófugo, luego rehabilitado, vivía en Venezuela una vida anodina cuando leyó El astrágalo, una novela francesa que cuenta una huida y fue un negocio editorial cuantioso. El lector Charrière, muy inteligente (por algo sobrevivió a tantos horrores), pensó: «Yo tengo cosas más tremendas que contar, y sabría ser más convincente». Se buscó una ayuda para poner las comas en su sitio y otros pulimentos del lenguaje y la suerte hizo lo demás. Un editor de París se encargó de que un montón de cuadernos de apariencia escolar se convirtieran en un volumen impreso de medio millar de páginas. El éxito fue inmediato. Los focos de la actualidad cayeron sobre el autor que ahora recorría el mundo, el mismo con quien compartía yo algunas horas de estas jornadas isleñas. Nos caímos bien. A él le dolía la muñeca, de dedicar cientos, miles de ejemplares. Yo le dije que, después de profusos anuncios en los periódicos y en la radio, había firmado una veintena escasa en la principal librería de Las Palmas. Él me dijo que envidiaba mi literatura, aquel Cancionero de Sagres que le regalé, que ahora leía por la noche uno de mis poemas y sentía serenidad. Yo le dije que sí, que era hermoso escribir para el propio deleite, ser un escritor de culto, pero no un escritor oculto. Creo que los dos éramos sinceros, y también creo que, al final, ni Charrière se cambiaría por mí ni yo me cambiaría por Charrière.

Charrière era un eficiente narrador oral. Me gustaba oírle contar su vida. En sus palabras reaparecían muy vivas las escenas de su juicio en el Palacio de Justicia del Sena, de su cautiverio, de sus planes de fuga en plan Conde de Montecristo. Me escalofriaba, sobre todo, una forma de tortura que tenía que aplicarse él mismo. Para una evasión más o menos lejana había que tener dinero, y el único cofre fiable era el propio cuerpo. O sea, el intestino a nivel profundo, donde Papillón, con destreza quirúrgica, se sacaba y se metía un cilindro metálico tantas veces como vaciara la tripa.

—¡Qué horror! —no pude evitarlo—. Mejor abandonar, morir.

Papillón me miró con una dureza que no le conocía, luego se le humanizó la cara hasta casi la sonrisa:

—Ah, chère maître –bromeaba—, vivir, ¡vivir para poder contarlo!

Como despedida de Gran Canaria nos fuimos con los editores a comer unos conejos en San Mateo, un paraje por la Caldera de Bandama. Papillón, en un gesto de amistad y confianza, propuso que comiésemos sin ceremonia, apartó los cubiertos y con sus dedos largos y hábiles trinchó la carne bien aromada. Estaba, como suele decirse, de chuparse los dedos. Papillón se los chupó. El recuerdo del cilindro metálico se me puso en el estómago, y «Me perdonen un momento», me apresuré al lavabo. Cuando volví a la mesa me miró el superviviente de la Guayana con sus ojos de lince. Era muy inteligente.