«Aquí no tenemos plátanos»

En una ocasión, y no creo que en mi vida se haya repetido muchas veces, sentí la caricia de la fama. Duró poco, pero fue inolvidable.

En el aeropuerto de Tenerife, de la multitud compacta vi surgir una pancarta que decía «LEA USTED A PEREIRA». El gentío no tenía nada que ver conmigo, solo que mis amigos isleños —no muchos, pero entusiastas— se habían incrustado con su reclamo y la cosa era de mucho efecto. Los portadores del anuncio eran una señora embarazada y el que resultó ser Pedro Lezcano, un poeta juzgado en consejo de guerra por un libro que se titulaba Consejo de paz. Manda carallo. Escoltando al matrimonio Lezcano, Carlos Pinto Grote, con su mujer y sus hijos y con jubilosos amigos de sus hijos…

Carlos Pinto y Delia son hospitalarios y en La Laguna tienen una casa personalísima y habituada a llenarse de invitados. Para la cena fuimos a un restaurante, con lo que paseamos la ciudad. En La Laguna hay calles largas que se me hermanan en el recuerdo con las de Moguer. Alabo los postigos de las ventanas y Carlos Pinto, con su voz de poeta psiquiatra, dice de memoria un precioso soneto de Tavares Barlet: «Marco el postigo a su hermosura era». (Y el tiempo verbal pasado anuncia la patética añoranza de lo irrecuperable). En toda su vida profesional, el doctor Pinto debe de haber ahorrado muchas pastillas a sus pacientes. Además de la voz persuasiva tiene una mirada profunda, y una barba que sería de profeta del Antiguo Testamento si no estuviera tan finamente cuidada.

Ansioso de las islas, fascinado por el clima y atrapado en un enamoramiento súbito y poderoso, esperaba yo entrar en la gastronomía más autóctona y modesta, el sancocho, los tollos al mojo picón (que solo conozco de nombre), y tal era la esperanza que llevaba cuando nos vimos en el restaurante. Pero hubo pescados selectos, primores de alta cocina… Para el postre, al menos, estaba yo seguro de que no faltarían un par de plátanos, que al no haber tenido que viajar serían una gloria.

—No tenemos plátanos —me dijo el camarero, con una mirada cortés donde supe leer: «Éste es un restaurante de no sé cuántos tenedores, caballero, aquí no se sirven plátanos de postre».

No dejé ver mi contrariedad, faltaría más, y elegí la leche frita, una de las especialidades canarias de la casa. En la sobremesa se redobló la animación. Estando Carlos Pinto, ya se sabe quién es el protagonista, le pedí que nos dijera el precioso poema suyo que comienza más o menos:

También como una esponja,

como una nube

sin memoria del agua que pasa,

sin recuerdo del país sobre el que llueve.

Sonrió, prometió y pidió una breve tregua en la que abandonó la mesa. No fue tan breve, pero volvió, al fin, y con cierto aire de conspiración me entregó un pequeño racimito del fruto rey de las islas. Debió de verme conmovido y extremó su dulzura:

—Son de un amigo, vive a dos pasos de aquí y es uno de mis loquitos.