El director del periódico era cura, canónigo de la catedral. Era buena persona y a mí me protegió con afecto, pero si se pregunta por ahí, todos dirán que los de la Montaña son huraños y difíciles de tratar. Creo que fui su único amigo en el tiempo de mi aprendizaje, y a pesar de mi insignificancia me trataba con respeto. Un día me sorprendió:
—Me gustaría hablar con usted, que me aconseje sobre un asunto privado.
Estábamos en su despacho, pero se acercaba el cierre de la edición y los redactores entraban y salían con pequeños incordios, y sobre todo el regente de la imprenta. Al final, decidimos hablar en un barecito modesto y recogido, paso obligado entre el periódico y la catedral. Cientos, miles de veces habría pasado el canónigo penitenciario por delante del bar. No había entrado nunca. Y la cerveza, no es que no la hubiera probado en sus sesenta años de vida, es que la veía por primera vez. No le gustó. Me pareció incomprensible que un hombre pudiera ser director de un periódico diario, doctor en teología, catedrático del Seminario Mayor y no conocer el color de la cerveza. Pero a lo mejor no tiene nada que ver lo uno con lo otro. A lo que estábamos.
—Tengo unos centenares de folios —dijo el capitular— que no quisiera dejar al albur de quienes me sobrevivan, y además, son una reivindicación histórica que se le debe a nuestra tierra y que ahora justamente me parece oportuna. He pensado publicarlos. Quiero que los lea usted.
—¿Yo? Le agradezco la confianza —lo que me faltaba, había celos en la redacción—, pero mire, se lo digo con franqueza, es que en historia estoy pez.
Él no era hombre de andar con contemplaciones, pero aún insistí, después de un silencio tirante:
—Recuerdo que usted mismo me tiene corregido por mi tendencia a irme por las ramas de la fabulación, impropio en un periodista, y más lo será en un historiador, digo yo.
—Sé lo que hago, pero no voy a obligarle. Usted decide y en paz.
Cargué con el manuscrito, y en cuatro noches me empapé de las glorias de los Ordoños y los Alfonsos y los Ramiros, aunque en forma desordenada y confusa. El libro era una exaltación de nuestra monarquía, frente a los excesos castellanistas —según mi patrón— del benedictino Pérez de Urbel. El director del periódico me citó en su casa para el repaso del asunto. Me asombró la modestia con que vivía. Empezamos, como tanteando el terreno, con lo material de la edición, a ver qué rey iría bien en la cubierta. Opiné que una ilustración así de concreta puede resultar comprometida, mejor la sencillez extrema —y metí un halago—, lo propio en una obra responsable y científica, como era el caso. Cogí una hoja de papel y tracé unas letras gruesas de tipo clásico, me salieron bodoni puritas, Filemón de la Cuesta, y el título del libro: REYES LEONESES.
—La cartulina, blanca. O mejor un crema muy ligero. Las letras deben ser negras, excepto la R de Reyes, ¿tiene un lápiz rojo? Así lo dejaría yo, sin una greca ni adorno de cortesía.
A don Filemón lo entusiasmó. Con su aire tan tosco, era como un niño. Había que entrar en materia y le dije que su libro me gustaba, aunque no podía juzgar sobre lo que era mera historiografía. Le daría mi opinión sobre algún detalle sin importancia —insistí mucho—, cosas de peccata minuta. Que me parecía un atrevimiento, una censura mía, por mínima que fuese, a quien era mi director y maestro.
Que hablase, me animó.
Mi consejo era que suavizara el tono en algunos pasajes contra su opositor, que sin llegar a injuriosos sonaban ásperos. Se los señalé. En el prólogo, en un momento dado, el canónigo escribía que cierta argumentación del fraile parecía una historia de gichos. «Eso tiene gracia —le dije con cautela—, pero hombre, ese “gichos” en un contexto tan serio…». Y también recuerdo que hablamos de las mujeres en la historia. A mí me parecía que el autor del libro se mostraba demasiado machista. Si elogiaba a la infanta Berenguela, era por «piadosa, prudente, inteligente y varonil». Puede que la infanta gastara un ligero bozo. A mí no me disgustan las mujeres suavemente vellosas, pero no era tema para comentarlo con el cura.
—Y luego —esto sí se lo dije— está lo de doña Urraca.
—¡Alto ahí!, observe usted las comillas, el que lo dice es nada menos que el Silense, véalo usted mismo, doña Urraca fue una señora «con luces de prudencia y madurez superiores a su sexo».
Insistí en lo relacionado con el fraile castellano, que es en lo que me había fijado más. El cura atendió parte de mis sugerencias, quitó lo de los gichos. Cualquier sugerencia que me aceptaba me parecía un triunfo, teniendo en cuenta su carácter, bastaba verle la configuración de su testa medieval y obstinada. El libro salió, con el primer ejemplar me dio las gracias escuetas y me pidió un último consejo:
—Tengo una duda. ¿Cree usted que debo mandarle un ejemplar a ese señor… ya sabe?
Poco había que pensar:
—Yo creo que sí, desde luego que sí. El libro es correcto, con algún mínimo roce que es comprensible en la controversia científica.
Fue el último, pero no fue un buen consejo. Un mes más tarde el director me llamó a su despacho y con evidente amargura me tendió una tarjeta tan minúscula que ya en el tamaño resultaba despectiva. Solo contenía dos líneas:
«Recibí su libro. Hace tiempo que no me reía tanto. Ja, ja».
El leonés era hosco, pero noble. Seguramente perdonó la afrenta del fraile. Yo le cogí ojeriza a aquel personaje que de Justo no tenía más que el nombre, mandaba en la Sección Femenina, era premio nacional de literatura Francisco Franco y no sé si, por aquel entonces, abad de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.