Los mesetarios y los catalanes

Un domingo crudo de marzo cuatro o cinco poetas de nuestra ciudad fuimos invitados por los colegas de la provincia vecina. Las combinaciones de viaje eran malas, pero teníamos el coche de nuestro Odilo Vilecha apretándonos un poco. No era mal poeta y sí «un poeta acomodado», pero esto no se le podía decir porque se enfurruñaba. Odilo frecuentaba Barcelona por su condición de representante de una marca de lavadoras y nunca supimos cómo tuvo ocasión de tomar contacto con los Barral y los Gil de Biedma.

No hay gente más próxima y caballerosa que los poetas de Palencia. Estaban esperándonos en Paredes de Nava, y se disculpaban por los bajo cero como si ellos tuvieran la culpa. El románico acrecienta el frío y tenían aguardiente y churros calentitos para antes de que entrásemos en una de sus basílicas famosas. El gobernador; el obispo vestido como es debido, o sea, de obispo; los periodistas. Un acontecimiento.

A los poetas nos pusieron en el coro. Vilecha había venido conduciendo con guantes amarillos de sportman, le gustaban estas petulancias, y aun en la iglesia se soplaba los dedos enguantados. Es verdad que la amplia pila bautismal era un lago polar. A la mitad de la misa empezó a anunciarse por los ventanales un poco de sol y Vilecha se salió al atrio a su encuentro. Lo malo es que alguien de los nuestros siguió el ejemplo y aquí comenzó el recelo de los anfitriones.

Quizá llovía sobre mojado. Los de Palencia habían sacado la revista Nubis y en León decíamos la revista Pubis, puede que la «errata» trascendiera en alguna revista impresa. Allí en Paredes hubo versos y música de órgano.

En Villalcázar de Sirga y en Carrión de los Condes, versos y más versos. Al final de la comida, imprudentemente regada de vino del país más el coñac de la sobremesa, uno de los palentinos se levantó y dijo que iba a leer un inédito de sesenta alejandrinos.

—De seis, que sea de seis —protestó alguien de nuestro lado—, ¡y mejor que sean octosílabos, que son más cortos!

El de Palencia leyó sin arredrarse. Hacia la mitad de su lectura hizo una pequeña pausa:

—Aquí termina la primera parte.

—¡Y última, coño! —increpó un gracioso, no sé si yo mismo (y no quiero saberlo).

El poeta y boticario palentino de los soportales tiene mucha autoridad moral. Se levantó y dijo que él es castellano y le gusta hablar claro: que los de León habíamos ido en plan suficiente y eso no es de señores. Fue respetado y acatado. Sellamos las paces con abrazos y promesas de paz sin fronteras provinciales.

Aun así, de vuelta a casa, traíamos un regustillo de mala conciencia. El coche patinaba sobre la helada Tierra de Campos y su dueño tuvo la ocurrencia de decir que en Sitges o Castelldefels se estarían bañando en las playas. Esta presunción de nuestro conductor nos cabreó. Y no hay nada tan injusto como saldar una injusticia con otra injusticia: le dijimos a Vilecha que él tenía la culpa de todo lo del viaje, que no se puede ir vestido y enguantado de señorito catalán hijo de papá a una ciudad donde los poetas cantan la humildad de la trébede y el adobe.

Odilo Vilecha era natural de Vilecha, término municipal de Onzonilla, pero Barcelona le tenía sorbido el seso. Gracias a él sabíamos que los poetas catalanes tenían pasaporte y se trataban con Gallimard y con Einaudi, y en nuestra imaginación los veíamos de pantalón blanco y chaqueta azul marino con botones dorados.