El poder del teatro

Teologías y Novísimos aparte, es un consuelo la posibilidad de que en las noches del cementerio vivan los muertos y las muertas como si estuvieran vivos. Que tengan fiesta con música y vino y hasta sus lances de sexo, y relatos que ellos se cuentan eternamente pero que fingen escuchar por primera vez. Me gustó verlos en el teatro, y la ficción era la Celama más interior de un rapaz que nació por la parte de Laciana y ahora va muy crecido de literatura y honores.

Poco a poco, con tiento y donosura, los personajes del drama fueron llenando las tablas y no menos el ánima conturbada de los espectadores. Con sus mortajas ásperas, sus féretros desvencijados, pero acogedores, porque de vez en cuando hasta los muertos tienen que descabezar un sueño… Indefenso frente a la inevitable influencia de las lecturas, vi yo la Santa Compaña de Valle-Inclán, respiré tenebrosidades de Poe, olí los zaguanes ciegos de la Comala de Pedro Páramo… Pero en nada se rebajaba la voz propia y sin hipotecas de nuestro autor, rotunda y definitiva en su metáfora de la ruina del cielo.

Coincidió que después de la función tuvimos una cena, y don Samuel, nuestro gran músico de la catedral a quien justamente se homenajeaba, contó de los tiempos primeros de su coro juvenil, cuando después de no sé qué éxito se juntaron el director y los cantores para una merienda modesta pero inolvidable. El músico nos lo adornó con la licencia retórica de que a la mesa se sentaron también, invisibles, pero ciertos, Juan del Enzina [†1529], Palestrina [†1594], Tomás Luis de Victoria [†1611]…

—¡Hostiá, los de Celama!

Es lo que me vino al pensamiento, ¡más esqueletos!, pero no me gusta ser malhablado y además estaba a mi lado el abad de San Isidoro.