Hay eximios escritores que en sus biografías y solapas omiten un pecado de juventud: concursar con una tirada de tercetos, por ejemplo, sobre una gloria de la que astutamente se informaban en el Espasa.
Yo caí en ese vicio. Y si me caía la flor natural, cumplía el trámite del madrigal a la reina de la fiesta mediante un soneto-comodín, al que bastaba cambiar un endecasílabo para que cuadrase con el nombre de la festejada. Me gustaba salir en los periódicos, qué le vamos a hacer, aunque el que más se lucía era el discurseador oficial, que presidía el banquete. Eugenio Montes lo bordaba. Él cumplía como nadie, de frac o chaqué y condecoraciones. Nos conocimos en las conmemoraciones mallorquinas de Fray Junípero Serra, yo de poeta premiado y él «un mantenedor de lujo», como anunciaban los periódicos de la isla.
Años después, cuando me había curado de aquellos embelecos, me lo encontré una noche en Marbella, con su voz inconfundible, respetado y escuchado por quienes lo acompañaban. Me reconoció sin titubear.
—Estoy en deuda con usted, hay algo que me lo recuerda siempre.
En Palma, don Eugenio estuvo en su habitación del hotel concentrándose para el acto y fui a llevarle mi poema premiado porque quería —dijo— citarlo en su discurso. Estaba en batín de seda, poniéndose compresas en el cutis. En el discurso aludió a Raimundo Lull, a Apeles Mestres y a San Alberto Magno. A mí no me citó para nada, y pensé que ésa sería la deuda que le pesaba a don Eugenio.
En Marbella la plaza del Ayuntamiento aparecía tranquila y provinciana, en el bajo de la casa consistorial radicaba el arresto municipal y un preso muy joven canturreaba con buen humor tras el ventanuco mal enrejado. Don Eugenio Montes me puso la mano amigable en el hombro y al tiempo que callejeábamos se le oyó recitar sin titubeos:
¡Qué redundancia amable y española
si pongo en este mapa el pensamiento!
La Patria se confirma y se afianza
en los nombres rotundos y en los verbos…
Con la voz memoriosa del maestro y el aquél de la noche marbellí, mis versos no me parecieron concurseros. Pero no reincidiré, porque cada cosa en su tiempo y los nabos en Adviento. A tales alturas de mi vida consideraba un papelón lo de piropear en verso a la hija de un alcalde, por ejemplo. Don Eugenio parecía embebido en los aromas del sur, pero marchaba atendiendo a mis razones.
—¿Qué edad tiene usted ahora? —me preguntó.
Se lo dije.
Él se detuvo y nos detuvimos. Se quedó mirándome francamente, evaluándome.
—Lo veo a usted más bien de pregonero, de faraute, de mantenedor de las justas poéticas. Traje oscuro y, desde luego, una condecoración.
Debió de notarme la carencia de cruz o placa que llevarme al paño.
—De esa encomienda me encargo yo —don Eugenio tenía muchas influencias, y qué ocurrencia—: ¿Le gustaría el Mérito Agrícola?