Las vocaciones tardías son temibles y el converso puede convertirse en un latazo para los amigos, porque necesita confidentes. Mi dentista, un excelente profesional con el torno, ha dado en escritor de letras para boleros, y creyendo que eso puede llevarlo a la gloria literaria me atosiga con sus consultas.
Le dieron un premio en un concurso de Benidorm y se creció. No lo hacía mal: la luna, la playa, tu cuerpo sobre la playa en una noche de luna… Cuando algunas orquestas le pidieron letras, le recomendé que se asesorase en una agencia para los contratos, y allí le dijeron que las letras de boleros, como todo, tenían que pasar por la censura previa. Esto lo desazonó, no fueran a pedir también su ficha a la policía, de cuando había sido desafecto al Régimen.
—¿A ti te tacharon muchos versos? —me preguntó un día.
En la Sala Abril de Madrid, un reducto sospechoso para la autoridad, tuve que firmar una declaración de los poemas que leería. Me fijé en el auditorio y había un personaje típico, con gabardina. Me dijeron que era el policía consabido, lo vi fumar tranquilamente, lo vi dormirse. Una revista me devolvió un poema para que suprimiera un verso que hablaba de viudas de comandantes muertos en la guerra, y el poema mejoró con la supresión. Poco más.
Lo peor de mi amigo el dentista es la jodida manía de hablarte y pedirte respuesta cuando te tiene ordenado que estés con la boca abierta y quieta para que se seque el empaste. La última vez fue este bolero:
El columpio viene,
el columpio va,
el columpio viene,
qué gusto me da.
Esta coplilla tan inocente tuvo problemas por culpa del último verso. Algunos funcionarios son de la «poesía secreta» y se muestran ayudadores y oficiosos. El censor de turno le propuso al autor una versión más moderada:
El columpio viene,
el columpio va,
el columpio viene,
qué felicidad.
—¿Y tú, cuál prefieres de las dos soluciones? —me atosigaba el dentista cuando me tenía con la boca abierta y dentro de la boca el aspirador de la saliva.