La inocencia del filósofo

A Parménides —«Lo que es es y lo que no es no es», ¡qué tío!— le gustaba jugarse unas monedas con los trileros del ágora, y lo engañaban a ojos vistas.

Los filósofos son algo inocentones.

La costa del sur empezaba a despuntar cuando servidor hizo un viaje con don Antonio, el intelectual que llenaba la vida cultural de nuestra ciudad. Era el indispensable.

Era, también, un sabio descuidado. El dinero para él significaba poco, a veces rebuscaba en la sotana para entrar al estanco o por un libro reciente que lo llamaba desde un escaparate. Sus hermanas lo conocían bien y salieron a despedirlo para nuestro viaje, la mayor lo cogió aparte y le dio un envoltorio discreto y muy aconsejado: «Si cuadra un compromiso, tú el primero, ya lo sabes». Y a mí, que era conductor novato, que por Dios, esas carreteras de tan lejos. Arranqué y vi por el retrovisor que se santiguaban.

De nuestra ciudad del norte salimos con nieve, pero llegamos a Huelva y las mujeres iban ligeras y de manga corta, y don Antonio decía que olían a mar. Lo habían llamado para un ciclo de conferencias en el casino recreativo, y ya la primera sonó subversiva (para el orden establecido). Empezó a correrse la voz y el salón principal se llenaba. Terminado el acto, la gente le hacía preguntas en los pasillos al conferenciante, al coloquio abierto no se atrevía nadie. Don Antonio decía que acaso un día no hubiera curas profesionales y que un laico decente y sin vestir hábitos podría dar la comunión a sus convecinos del inmueble.

—Lo veo a usted durmiendo en el calabozo episcopal —le dije.

Cuando el conferenciante remató su compromiso, anduvimos de turistas por buenos hoteles. Al regreso por Madrid nos hospedamos en La Maragata, había que apretarse el cinturón al final del viaje. Era la última noche. En la pensión tenían el Informaciones con los espectáculos y don Antonio dijo que lo que yo dijera, y además no se podía perder tiempo para las entradas. Sus ojos chispearon cuando propuse el teatro. Pidió un cepillo de la ropa para la sotana.

Fuimos al Infanta Beatriz. Todavía le chocaba a la gente ver un cura con sotana fumando en el ambigú. Había un lleno, la obra llevaba pocas semanas y con mucho éxito. Don Antonio estaba impaciente. Él se sabía de cabo a rabo el teatro griego, había dictado lecciones memorables sobre Eurípides, Sófocles, Esquilo. Recuerdo una conferencia suya en el Club de Tenis sobre la Antígona de Sófocles y la pugna entre las leyes divinas que ningún humano puede violar y los códigos modelados por los hombres según la utilidad y la oportunidad política. Llegué a pensar que el cura estaba enamorado de Antígona, o mejor, del nombre de Antígona. Don Antonio tenía una voz grave y sugerente. Daba gusto oírle decir Antígona, qué nombre trágico y cautivador. ¡Antígona!

Era yo el que había asumido la elección en la cartelera madrileña y de pronto me sentí temeroso. Maribel y la extraña familia. La heroína de la obra que íbamos a ver, que ya estábamos viendo, se llamaba simplemente Maribel. Y la tal Maribel no pasaba de ser una prójima que enamoraba a un industrial de Cuenca. Pensé que don Antonio se desencantaría. Pues no. Don Antonio pisaba firme en la cátedra y en los libros, pero a un teatro con actores de carne y hueso no había ido nunca, le faltaban vacunas, y terminó simpatizando con aquella putilla de buen corazón. Yo lo observaba con disimulo. Al caer el telón en la escena final, una lágrima vergonzante del filósofo celebraba el final rosa de Maribel con su fabricante de chocolatinas.