Buen cincel el de Gerardo Diego:
Victoriano Crémer cabeza
desbastada en piedra románica,
nos mira cuando le miramos
fijo desde el fondo del alma.
Cremer vive y escribe en León, acercándose a sus cien años de edad. Es muy listo además de gran poeta. Lo tuvieron preso en San Marcos, en peor hacinamiento que a Quevedo, no se si condenado a muerte, pero todos los días (y no digamos las noches) en la cercanía del paredón. Al salir medio libre lo cachearon una vez más; y arma no supieron encontrarle. ¡Ja, ja! Llevaba la pluma, o el pulso para manejarla. Empezó con cautela, pero les fue perdiendo el respeto a los que mandaban. Cuando en el franquismo venía un gobernador nuevo, recibía el aviso del colega cesante: «Cuidado con el poeta ese, que le metes mano y sales a la noche por la BBC».
Yo buscaba arrimarme a Cremer en mis comienzos, con la esperanza de aprender. Los organizadores culturales sienten un inexplicable pudor a la hora de pagar en dinero al escritor por su colaboración en cualquier acto. En las fiestas le pagan al de los cohetes, al gaitero, incluso al cura que predica en la misa, pero no le pagan al escritor que hace el pregón. Le dan, por ejemplo, una pluma dorada, que generalmente es resbaladiza en la mano y se le va la tinta. Pero Cremer conserva un desparpajo vital y desgarrado, y cuando llega el caso les anticipa a los organizadores (organizadoras, frecuentemente): «¿Y que hay de la pasta?».
—Déjalo de mi cuenta —me dijo un día en que se presentó la ocasión.
Fuimos juntos a una villa de la provincia y volvimos no con dinero contante, tanto no, pero sí con un esplendido queso, grande, redondo, cremoso, un queso por barba.
—Menos da una piedra —declaró el maestro.
—Ya era hora de que viniera usted con algo de provecho —me dijo mi patrona.
Suelto de lengua y de pluma, Crémer, obviamente, tiene contrarios. Pero el más tenaz que le conocí era también el más inocentón. Cremer fue tipógrafo en el periódico, y Luisillo, el crítico taurino, se obsesionó con que el poeta le estropeaba adrede las crónicas. Se me quejó amargamente:
—Qué te parece ese malvado, en la crónica de ayer todas las comas descolocadas, ¡y eran oraciones subordinadas!
Luisillo, cada vez que me encontraba en la calle, me hacía a modo de saludo una pregunta rápida y esperanzada:
—¿Está en la cárcel?
No aclaraba por quién iba su pregunta. Seguía su camino hasta que otro día nos volviéramos a encontrar. «¿Está en la cárcel?». Yo se lo contaba a Crémer, que se reía mucho.