—Este chico es un soñador —mi padre se estaba poniendo pesado—. Si le gusta escribir, que lo alterne con el negocio, que no sería el primero. Y que escriba cosas serias, no esas fantasías que se le ocurren.
Ponía el ejemplo de su amigo el ferretero más próspero de Ponferrada, que había escrito la letra de la zarzuela Morenica de mis amores, por devoción a la Santísima Virgen de la Encina.
Un buen día se me arregló entrar —con pocas pretensiones— en el diario decano de la región. Mi patrona en la capital de la provincia era buena gente; y el inquilino más importante del inmueble, el comisario jefe de policía.
—Buenos días, joven —me decía este señor si nos encontrábamos en la escalera, y se llevaba la mano al ala del sombrero en mención de saludo, una atención que yo no había recibido en mi vida. Era un gallego cachazudo al que más le pegaría ser de Hacienda o del Catastro, yo me preguntaba si llevaría pistola debajo de la americana cruzada, eternamente marrón oscuro, y si realmente habría desentrañado alguna vez un suceso de primera plana.
Los gallegos te leen el pensamiento:
—En la comisaría de Verín, recién ingresado en el cuerpo, me tocó un caso con el que no había podido la policía científica de Madrid.
Una distinción que me hacía, porque con nadie hablaba de las cosas de su cargo. Llovía a manta y los dos esperábamos en el portal a que amainase el diluvio.
—Pues aunque me esté feo decirlo, fue servidor el que lo descubrió por solo una pinza de colgar la ropa, es lo que tiene esta profesión, que puedes pasarte una vida como un funcionario de despacho y de pronto encontrarte con un asunto de mucho argumento. Como usted anda en la literatura, y aunque no le conozco cosa policíaca, le he de contar aquella historia, que ya es asunto prescrito.
La señora del comisario, que era parecidísima a su marido, ocurre en los matrimonios maduros, empezó a invitarme algunas noches a tomar una copita con ellos. Don Eleazar y su señora eran insomnes y agradecían un cómplice. Con el orujo de Valdeorras esperaba yo el cumplimiento de la promesa del comisario jefe, pero con alguna fatiga al respirar sacaba el tablero y las figuras que le tallara un artesano portugués y era obligarme a dos horas sin apenas cruzar palabra, el ajedrez es juego taciturno.
Una tarde llegó al periódico el redactor de sucesos, venía muy excitado, su experiencia de años era reseñar pequeños hurtos y riñas vecinales:
—¡Un asesinato! ¡Traigo un asesinato! —pero se corrigió después de sentarse y tomar resuello—. Por lo menos un homicidio.
El notición era el cadáver medio carbonizado de una mujer de la vida, había aparecido en el desescombro del incendio que ocurriera unas noches antes en la calleja que todos venían llamando de la Reguera. Un fuego espectacular pero sin más consecuencias aparentes por el momento, y en una calle que apenas transita la gente, conque habían sido unas líneas en páginas interiores y sin foto. Ahora todo cambiaba. Una muerte es una muerte, no había constancia de si la mujer había sido asesinada o si el fuego la había sorprendido en la vieja construcción siniestrada.
El director dio órdenes: Respeto a la víctima, aunque sin omisión de su profesión. Precisión correcta del lugar del caso, oficialmente «calle del Cronista Malvide». Y de ilustración, un recuadrito del plano de la ciudad con el callejón que bordeado por la antigua reguera conduce de la tapia del cementerio a la vía del tren.
La gente olvidó la Reguera y ya nadie hablaba más que de «Cronista Malvide».
—El crimen, ¡el crimen de la calle Cronista Malvide!
Yo escribía poesía, también algunos cuentos que olían demasiado a Borges. Movido por el caso Malvide volví a Conan Doyle y empecé a tramar una serie con don Eleazar Nadela de detective, incluyendo lo de la pinza en Verín, si es que el comisario decidía explicarse. Ahora estaba absorbido por el caso local, había dejado de invitarme a la partida nocturna.
Unos días después nos encontramos en la librería de junto al instituto. Me puso la mano en el hombro, una mano lenta, blanda, y alabó mi última columna, el lirifolio obligado del comienzo del buen tiempo. Dijo que era tal cual el recuerdo de sus veranos de infancia en Otero del Rey. Pero no olvidó el ajedrez:
—Me debe usted una revancha, bájese esta noche y lo solventamos —y de despedida—: Le contaré algo que aún no sabe nadie.
Bajé, y antes de la partida, con el primer trago, que esta vez era un benedictine de Samos, decidí adelantarme y un poco me descubrí con aquel hombre que tenía más de padrazo que de polizonte. Le conté mis últimas tendencias narrativas. Mirándome con tolerancia, suspiró muy hondo, aunque también podía ser el asma, y cuando tocaba colocar las piezas en el tablero encendió un segundo cigarrillo (ninguna noche se había permitido más de uno) y se puso a hablar, ahora mirando para el techo.
—De cuarenta años de servicio —dijo— guardo una regla de oro: «Todo es más sencillo». Por eso me dan risa esas novelas policíacas llenas de trucos para llenar páginas y páginas. La mayoría de los casos se resuelven por un detalle tan insignificante que parece ridículo.
—¡Una pinza de la ropa!
Pero él, ni una palabra sobre la pinza.
—Le diré algo nuevo. Lo de la calle Malvide es caso resuelto.
Se quedó mirándome, como vigilando el efecto de sus palabras. Yo le tenía respeto a don Eleazar y solo daba un sorbito cuando lo hacia él, pero en este trasnoche tomé la iniciativa y con la copa en alto dije enhorabuena.
—Como todo el mundo sabe, era una mujer joven la interfecta del tendejón incendiado. Quedó la pobre desfigurada y uno no se acostumbra a esas visiones. Con una mujer de esa edad, y agraciada, había que pensar en las pasiones del hombre.
—O en los celos de una mujer —me atreví a colaborar.
—Supimos que la víctima había sido explotada en una casa de tolerancia, se escapó y ejercía y se refugiaba donde podía. El forense determinó que no había sufrido agresión sexual ni de ninguna clase y que el fuego la había sorprendido durmiendo. Pero el incendio fue provocado, y esto es un crimen, nada importa que el incendiario ignorase la presencia de aquella inocente. Había un crimen y, por tanto, un criminal al que descubrir, los considerandos ya los pondrían los jueces. Yo no soy un jefe de los de despacho, necesito ir personalmente y pisar el terreno. La calle es corta. Mi paso, ya usted me ve, el de un hombre que pronto terminará su carrera. Anduve arriba y abajo y me fijé en la placa que dice «Calle del Cronista Malvide». Está sobre un poste de la luz, a la espera de que algún día se edifique en la calle y pueda adosarse a una construcción sólida, por ahora no hay más que el tendejón incendiado y unas desperdigadas viviendas, si es que merecen tal nombre.
Ahora las pausas de don Eleazar eran las indispensables para sus bronquios, movido el policía por la pasión profesional.
—Ya en mi despacho, recorrí con paciencia la guía de teléfonos. Ningún abonado en la calle del Cronista Malvide. Probablemente nadie, jamás, se ha hecho unas tarjetas o anuncios donde brille el nombre que ahora todos conocen. Quizá no se ha publicado nunca una esquela señalando la casa doliente en la calle del Cronista Malvide. Entonces tuve un pálpito, eso que ustedes llaman la inspiración, recorrí el padrón de habitantes y vi como en un relámpago el móvil del caso y a quién tenía que interrogar. Vino al despacho un hombre muy viejo todavía con fuerzas sobre su bastón, las manos temblonas pero no la voz:
—Soy Senén Malvide Dosantos, el Cronista Malvide.
Se sentó sin esperar, apoyado en el bastón con gesto orgulloso.
—Un día llegué a esta ciudad y aquí me quedé, escribí veinte libros y cien folletos, y algún reconocimiento del Excelentísimo Ayuntamiento recibí, no digo que no. Pero hace años, ¡años!, que mi nombre no lo recordaba nadie. ¿No le parece injusto? A las calles céntricas que están en boca de todos les pusieron nombres de generales sediciosos, Mola, a ver qué tenía esta ciudad que agradecerle a Mola.