El secreto del cisne

Nunca habías viajado en un coche de representación, aunque más te habría gustado, escríbelo, hacerlo por el corazón de la Europa en una diligencia capitoné y en tus manos los versos de Hugo o de Lamartine si no era con el olor a tus propios paisajes en las páginas de El señor de Bembibre, algo desvaídas en edición prínceps que atesoras, Madrid 1844, Establecimiento Tipográfico de don Francisco de Paula Mellado. Era, sí, un automóvil grande y negro. Lo prestó para la circunstancia la Diputación, a reserva de que lo manejara un profesional de garantía. Hubiera sido perfecto si en su lateral delantero portase un banderín metálico con el escudo, se te ocurrió decirlo y el alcalde dijo que él conoce a nuestro pueblo y habría críticas alegando que eso del banderín era en tiempos del general cuyo nombre nadie pronuncia.

El concejal y el secretario se traían bromas contigo. Te llamaban el vate, era vaga tu legitimación para el sonado viaje institucional, negado como eras para la historia, reconócelo, la fantasía te puede y eso conduce a la fabulación y a la poesía lírica.

El Dodge es una reliquia de la Diputación y lleva una marcha regular y solemne. El conductor dice que es un coche fardón pero con poca reprise. El hombre tiene su taxi en la parada de la plaza frente a la Casa Consistorial y es de mucho crédito para viajes largos de bodas y entierros, salvo que abusa en las paradas para las comidas a cuenta del cliente, siempre merluza y filetes de ternera. Pero el alcalde constitucional y jefe de nuestra misión velaba por los intereses del común y no consentía que ni el chófer ni nadie se saliese del menú del día. Ni que lo fueses a heredar, le pinchó alguno cuando el alcalde se negó a lo del cochinillo en Arévalo.

Todo fue bien en Barajas, puntual la llegada del vuelo especial Berlín Este-Madrid en un avión de los rusos. Vosotros, los cuatro, de traje oscuro y corbata. La asistencia confortadora de un secretario, el señor embajador se excusa por problemas de agenda. Unas firmas. Son delicados los trámites de viaje de un muerto. El alcalde recogió la caja con unción, en el cofre del equipaje la acomodasteis con tanto cuidado como si se tratase de una criatura viviente. Tú fuiste un niño que lloraba en las películas, cómo no ibas a sentir los ojos enaguados en el trance. Te hubiera gustado leer con emoción unos versos como los de don José Zorrilla en la despedida de Larra. O mejor, del propio poeta ahora encerrado en el cofre del auto: don Enrique Gil y Carrasco (1815–1846), dicen las historias de la literatura, recitó estrofas sentidísimas en el sepelio de su amigo y protector Espronceda: «Y yo te canto, pájaro perdido, / Yo a quien tu amor con sus potentes alas / Sacó de las tinieblas del desierto…». Pero en un aeropuerto internacional no hay más que ruido, ningún contrapunto de pájaros en los cipreses y, además, ahora no se trataba de un adiós sino de lo contrario, un reencuentro. El poeta grande y desdichado volvía a su patria al cabo de siglo y medio, testigo eras, al menos, y esta gloria no va a quitártela nadie.

Con la carga sagrada, ya por la circunvalación de Madrid, se notó en el coche ampuloso un aire de gravedad en las palabras y en los gestos. Pero la vida manda y el tono de réquiem no podía durar mucho, hasta algún chiste hubo, alguna broma macabra sobre el mandado que llevábamos, que el alcalde reprobó porque no era ocasión para irreverencias. Luego dijo que para el buen recuerdo tenía él mucho gusto en convidar pagando de su bolsillo, que fuese una comida por todo lo alto, quién de vosotros conoce por aquí algún buen sitio.

Los taxistas, siempre. El taxista de la plaza había traído a don Pepito a informar en el Supremo o el Contencioso y sabía de un restaurante en plan vasco, que viene condecorado en las guías. Era poco desvío, y en los sitios de postín se come tarde. El alcalde tiene posibles y es generoso, en el restaurante ajardinado mandó dejar el coche al cuidado de un guardacoches, que no lo perdiera de vista, y debió de darle al hombre buena propina. El taxista silbaba, contento. Desde la primera comida se decidió que estuviera en la mesa con todos. Pidió lo más caro, y al final:

—Si no es ofender, que para el último sorbito del rioja traigan ese queso de Idiazábal con membrillo casero.

Una siesta en forma, eso sería lo prudente después de la comida. Pero volvisteis a rodar. En la parte de atrás, mullida y hasta con trasportines, dormitaban los viajeros principales. Tú ibas junto al conductor y con temor lo observabas, te fascinaba la incógnita de la colilla del puro que parecía colgarle del labio inferior, me caigo, no me caigo, pareció que te lo adivinase, mira, rapaz, los taxistas vivimos en la disciplina del espabilo, a cualquier hora del día o de la noche te llega el aviso. El departamento de las casetes en el salpicadero de madera noble parecía vacío, registraste, quizá por olvido habían dejado una muestra y al responsable del coche le pediste permiso, te gusta respetar las formas. A mí plin, el coche me lo entregaron a punto y pienso devolverlo como la patena, con eso cumplo. Era música de Chopin. Está bien que el presidente de nuestra Diputación tenga esos gustos, dijiste, y el otro: Será para fardar, los políticos hacen mucho teatro. Fantasía en fa menor. La pusiste una vez y otra vez. Tú no sabes de música, de la ciencia exacta y puntillosa de la música, y te gusta imaginar que Chopin tampoco sabía y que el suyo es el arte íntimo del que habla para sí mismo más que para los otros, lirismo en carne viva, puro romanticismo. Volviste y volviste a la fantasía en fa menor, al conductor no le molestaba, el alcalde y los otros dormían y el piano valía por toda una orquesta y arrancaba con una marcha fúnebre que acaso lloraba por la patria del propio músico desterrado.

«En París oí a Chopin, era el salón Pleyel y Europa se arrodillaba para escuchar sus baladas de angustia», te dijo él, el que se te apareció como si fuese un huésped que se equivoca de habitación.

Pero esto fue después, ocurrió en aquel hostal mediocre de carretera donde os detuvisteis a hacer noche, porque lo previsto era entrar en vuestra ciudad a la hora anunciada para la ceremonia, ni antes ni más tarde. Estabais ya en vuestra tierra, podía saberse por el olor de las primeras cerezas que reconocéis los hiperestésicos. El hostal era nuevo y vulgar, el nombre de Venus y el reclamo luminoso te dieron aprensión, y que en el bar hubiera unas chicas de alterne con camioneros. No te desnudaste del todo, estabas recostado en el cabecero de la cama, una posición que favorece ese tránsito de la vigilia al sueño en que una mezcla de imágenes y palabras te asedia. Llevabas contigo el libro más propio. Es verdad que las modas y la influencia de los teóricos rebajaban a tus ojos de ahora algunas poesías que parecían rozar la vulgaridad y hasta la simpleza, pero de pronto surgía el frescor, ¿quién dijo humilde?, de La Violeta o de La Gota de Rocío. Y sobre todo, aquel verso, aquel verso que se quedara en el archivo de tu memoria de adolescente. Con el libro caído sobre la colcha, casi vencido por el sueño repetiste en voz alta el ritmo de su acentuación afortunada, Mo-nar-ca-de-los-pá-ja-ros-ma-ri-nos. Fue levantar tu voz en el silencio de tu habitación mercenaria y alguien te miraba desde los pies de la cama como quien ha acudido a un conjuro.

«Vivíamos y moríamos en la melancolía, que es complacencia en la tristeza», habló el visitante cuando hubo dicho aquello de Chopin en la sala Pleyel. «Amábamos la luna por encima de la claridad meridiana; las ruinas de un monasterio, mejor que la perfección calculada de los geómetras. Las musas exangües valían más que las madonas colmadas de vulgaridad saludable. Así los poetas de aquella revolución del arte y de la vida, cisnes soñadores de lagos, los músicos que al toser salpicaban de rojo las teclas del piano…».

Él mismo tosió y se quedó callado, como agotado por el esfuerzo.

Te apresuraste en el gesto de bajarte de la cama para dejarle todo el sitio, pero él se acurrucó en el espacio mínimo de los pies. Le pasaste un cobertor que había de repuesto en el armario de luna, te dio tiempo a observar que en el espejo que todo lo copiaba el visitante no aparecía, «abajo he sentido mucho frío», dijo, y abajo era el cuarto de la consigna de los equipajes del hostal, a todos os había parecido el lugar menos indigno para el depósito venerable.

Era él, sin duda, a pesar de una bruma algodonosa que lo rodeaba. Tenía los ojos más claros, el pelo menos oscuro y el aire más celta o nórdico que en el retrato oficial que desde la escuela de párvulos todos conocen en vuestro pueblo, pero la misma frente despejada y el aire aquel de gravedad serena.

«En París frecuentaba poco la vida mundana, siempre temeroso de mis catarros de pecho. Me gustaba pasear despacio a lo largo de las orillas del Sena, con vistas a los cambiantes tonos de Notre-Dame. Me gustaban los puestos de libros. Hice relación con un bouquiniste viejo, a pesar de que no me era grato su aire mefistofélico».

Pareció sentirse mejor, bajo la manta. Pero dijo que no podría hablar mucho tiempo, como si dependiera, se te ocurrió, de una botella invisible de oxígeno, y dijo que necesitaba hacer una confesión. Como Rousseau, habrías dicho tú si te salieran las palabras, y él:

«Como las confesiones de san Agustín. Y ha de ser ahora y aquí, yo sé que no habrá otra oportunidad que la de este viaje inesperado y último». Te gustaría hablarle, pero esa angustia la conoces, vas a gritar y no puedes, o estás cayendo en un pozo y nunca llegas a caer del todo: apagaste la luz general del cuarto para dejar la débil lámpara de la mesita de noche, una manera de animar al personaje y de decirle que escuchabas.

«En nuestra relación con las mujeres lucía la delicadeza, la primacía del espíritu sobre lo carnal. Verdad es que los poetas teníamos amantes y la unión en cuerpo y alma se consumaba, pero esas exigencias de la naturaleza permanecían en un país sin luz. Y sobre todo, en un mundo que no merecía el milagro de las palabras, y lo que no se nombra no existe. Guardo para usted, señor, algo très très spéciale, me dijo el mercader del borde del gran río parisién, y bajo la nariz afilada tenía una boca desguarnecida y en ella una mueca de sonreír ladino, de Madre Celestina si hubiera sido de Castilla y mujer. Del lugar más hondo de su tenderete sacó un libro en octavo que me tendió con pocas palabras: Pour un coup d’ml, monsieur, pas d’engagement de votrepart. Lo hojeé por no desairar al hombre, al azar. En Madrid y en Valladolid, incluso en Astorga por oficiosidad de otro colegial, había tenido en mis manos alguna muestra de esos productos, despreciables no solo por su obscenidad, también por sus ofensas al mero arte de escribir. Ahora, en aquel paseo público de libros y flores y de pájaros, la prosa que se me ofrecía me pareció, cuando menos, correcta. Justine m’amenait souvent dans sa chambre, sous pretexte de m’apprendre a broder: mais elle découvrait ma gorge, elle prenait mes tétons, elle me peignait le plaisir sous les attrais les plus séduisants; je conviens que j’en trouvais a l’entendre. Volví, volví en los días siguientes y el viejo de la cara de sátiro parecía que me esperase. De la Francia libertina pero culta puso en mis manos obras prohibidas de Mirabeau, del marqués de Sade, de Restif de la Bretonne, todo un repertorio de incestos y sodomías, de placeres alcanzados a costa del dolor ajeno, sabias corrupciones de vírgenes. Aquellos libros no me excitaron entonces. Frente al acecho de las sugestiones lascivas se alzaban las murallas de mi formación religiosa, el recuerdo no tan lejano de mi piedad infantil en la Colegiata o en el convento de las Descalzas de nuestro pueblo y, sobre todo, la fidelidad a la amada sin tacha que me despidiera junto al río que arrastra pepitas de oro, y que había prometido esperarme. Cuando dejé París rumbo a Alemania, secretario de Legación nombrado por S. M. Isabel II, llevé en mi equipaje algunos de aquellos libros. Con frialdad intelectual, pensaba que podrían servirme para futuros artículos y memorias sobre mi viaje europeo. En la berlinesa Dorotheenstrasse encontré el alojamiento que me convenía. Creí, entonces, que también allí la pureza femenina me esperaba. La dueña de la casa tenía una hija de acaso quince años, adelantada ostensiblemente a su edad en el desarrollo de su cuerpo, también en su inteligencia. Era blanca, muy blanca, pero saludable, con una mirada cándida y sin embargo incitadora. Venía mucho a mi lado cuando tuve que reducirme al reposo forzoso y quedarme las largas tardes en la cama, por la fiebre disimulada que nacía en mis pulmones enfermos…».

Con la sola evocación de la tisis, como ocurre en los espíritus aprensivos, tu huésped de una hora imprecisa entró en una tormenta de tos que tendrían que haber oído en todo el hostal, pero nadie en la mañana siguiente recordaría ruido alguno en tu habitación, tampoco tú guardabas conciencia del momento en que pasaste de la vigilia dudosa al sueño. Al despertar sentiste el alivio de no haber llegado a conocer del todo la confesión del poeta, un secreto es siempre una carga. Lo tuyo, ahora, es terminar en belleza, desayunabais en una gasolinera, café y rosquillas bañadas de un dulzor blanco, y allí empezaste a urdir el final que aún no habías vivido, son las doce del mediodía y el alcalde, que os ha dejado para adelantarse, está en la puerta principal del Ayuntamiento con sus tenientes de alcalde y concejales, todos en sus chaqués propios o alquilados, el clero del arciprestazgo con cruz alzada, el comandante de la Guardia Civil, las directivas del Casino, de la Sociedad Filarmónica, de la Sociedad de Socorros Mutuos, y el coche oficial entra puntual y solemne en la plaza Mayor, pon que lleva banderín, qué trabajo te cuesta.