Fue cuando mi reencuentro con Matalavilla. Ricardo Matalavilla había sido el compañero más recogido y espiritual del bachillerato, ya entonces se embelesaba él con las estrellas y las cosas de san Juan de la Cruz. A nuestro amigo se le presentó de repente la vocación de la teología, y en la mismísima Roma estaba doctorándose, que su padre el subastero podía con eso y con más. En el pueblo fue una sorpresa, y aún más cuando se supo que la teología podía estudiarse sin ir para cura.
Había venido de vacaciones, y los dos amigos disfrutábamos de la tarde por el paseo que llaman de las Acacias. Estos espíritus tan finos se extasían con una flor o un pájaro. Yo me paraba. Él hacía acaso un comentario breve, se le había pegado un leve deje romano que a mí me sonaba muy elegante, como si anduviésemos por Villa Borghese, que yo lo había leído en una novela de Moravia.
Entonces, un poco delante de nosotros, vimos una chica desconocida que marchaba paseando a su perro. Era una forastera del verano, sin duda, demasiado delgada para mi gusto, pero hermosa con su pelo de oro bajo los reflejos del último sol de la tarde. Pensé que también a Matalavilla tenía que gustarle aquella belleza, por ocupado que anduviera con la Santísima Trinidad.
en efecto, le oí musitar, casi como quien reza:
«Una criatura feliz…».
Y no lo decía por la muchacha, hace falta ser raro. Se refería al perro, un bonito ejemplar de color castaño. El animal se había detenido un instante obligando a su dueña con el estiramiento imperioso de la correa, y casi delante de nuestras narices había hecho una deposición insolente,
«… pero una actuación demasiado rápida». Él lo dijo como una censura contra el perro inocente, como un crítico teatral puede hacérsela a un actor atropellado. Yo estaba asombrado, y más cuando Matalavilla siguió en el tema insólito de las necesidades corporales. Que llamara lugar de creación al lugar más excusado de la casa fue una confesión sorprendente. Elogió el desahogo de las viejas casonas, allí el servicio abría plenamente su ventana al huerto familiar o al campo, puede que el sol te entrara mientras estabas obrando. De su abuelo de Corrales del Vino dijo que se encerraba en el váter con El Correo Zamorano, una lectura tranquila, desde las audiencias del gobernador hasta las esquelas. Y para entrar en ese recogimiento cuasi litúrgico el abuelo dejaba el reloj fuera de su vista.
El teólogo se calló y a los pocos pasos se detuvo a atusar, quizá a acariciar, una petunia que sobresalía en uno de los parterres que flanqueaban el paseo. Cuando volvió a hablar, fue con una cita de don Eugenio d’Ors:
«¿Tú leíste a d’Ors, los glosarios? ¡El afán del maestro por el placer de la Obra Bien Hecha!».
Fue seguir con el tema inverecundo, ahora Matalavilla lanzándose a tumba abierta:
«Empiezas y puedes sentir el temor de la página en blanco, pero poco a poco vas ganando la certeza de que no te será negado el resultado feliz. Se trata, sobre todo, de saber gobernar el tempo del proceso. La obra va avanzando —Matalavilla se entusiasmaba—, eres consciente de que tu voluntad manda y elabora, no te descuides, no relajes, relajar y soltar de pronto sería la conformidad con un éxito parcial, plausible, sí, pero inferior a tus facultades. Tendrás que detenerte en el empeño, ¡pero no demasiado!, respira hondo, no cortes. El producto puede todavía crecer, seguir creciendo hasta culminar en la perfección de la meta dorsiana…».
Matalavilla terminó sus vacaciones y yo me quedé con la turbación de que ese rato sedente de las mañanas empezaba a darme un gusto muy raro.