El fabulador a domicilio

En nuestro pueblo se le tenía mucha consideración al fabulador a domicilio, la gente de fuera se extrañaba de que en una villa próspera existiera un oficio que parece de otros tiempos.

—Mamá —avisaba la niña—, es un hombre que dice que lo vienen persiguiendo y que si lo dejamos esconderse en casa.

—Pregúntale de dónde viene y quiénes lo siguen.

—Ya se lo pregunté —decía la niña, nada sorprendida—: de los Mazos y que son los de la francesada.

—Pues que pase.

El acuciado por los franceses vestía con modestia, pero iba el hombre de un limpio reciente y deliberado, como quien va de visita y no huyendo de nadie. Según sus noticias, una avanzadilla de los gabachos se había adelantado por las viñas de los frailes hasta tomar las fraguas, pero Santo Dios la que quedaba en Cacabelos. Cientos de cañones y no traían un general cualquiera, ¡Napoleón en persona!

La mamá y la niña —y por supuesto, el fabulador— jugaban al sobrentendido. El fabulador tenía un surtido de invenciones. De guerras y de la guerra civil, pero también de resucitados y aparecidos, de la Santa Inquisición.

Contaba una historia con mucho relieve y se quedaba a comer, otro estipendio no tenía.

Un día comió tres botillos de Molinaseca, que son más que terciados, y le dio un derrame cerebral. Esto fue en casa del dueño de las minas, la casa que le tocaba por turno, y en seguida vino el 112, y en el hospital le operaron la cabeza. Salió cambiado, sin la paranoia dijeron los médicos, como si lo de este hombre fuesen locuras y no un oficio bien digno. Siguieron llamándolo para algunas casas, solo de vez en cuando, por caridad. Y él se estaba en un mutismo penoso, solo hablaba para las cosas indispensables.

Hasta que se vio aparecer un claro de esperanza.

Lo llamaron de casa del veterinario, y al hilo de unas tajaditas de la matanza, de las que le mandan al facultativo para analizar, se arrancó de repente como si un golpe en la cabeza le hubiera encajado las capacidades antiguas. Con mucho detalle y en estilo más bien realista contó que por un ventanuco de la sacristía de Santa María la Real le cuadrara ver a don Ricardo y a la profesora de gimnasia prevaricando.

Los que creíamos en el fabulador sabíamos que jamás había contado nada que no fuera fantasía suya. Don Ricardo es un santo, la señorita de gimnasia es legal. Pero luego se supo que los neuros del hospital le tocaron al fabulador algún relé del mecanismo y ahora solo cuenta historias verdaderas. Y eso en nuestro pueblo no le interesa a nadie.