—Me llamo Isabel —y era una mujer joven, delgada y ligera en sus movimientos, que había salido cuando llamé en el zaguán enlosado del palacio.
Se veía que quien me recibía era hija o nuera o algo muy próximo de los señores, que no era del servicio de la casa grande. De saludo, me dio la mano y yo sentí una mano fría. La mía, al contrario, sería para ella una mano ardiente. Una destemplanza, apenas fiebre, me visitaba por las tardes y era la presencia ácida de la condena en que vivía, como la debe de sentir el preso que está en el corredor final esperando el día —o peor, la noche— en que lo llamen: «¡Vamos!». Aunque nadie, viéndome, lo sospechaba. Me decían: «¡Qué bien estás!», y es verdad que mi aspecto era normal, salvada una sombra de tristeza en los ojos que no me desfavorecía.
—¿Conocía usted esta casa? —preguntó la joven, acaso por decir algo.
No. Y tampoco había estado en Cambados. Moncho Bálgoma era un poeta exagerado y se murió de lo grande —literalmente— de su corazón. Nos dejó la herencia de sus versos navegantes por la mar de Arosa. Ahora, cuando los médicos tuvieron vistos mis análisis y resonancias y me dieron su diagnóstico, que a lo presente te lo dicen sin ningún rodeo, decidí apagarme aquí, donde las puestas de sol son interminables. La compañía del mar mejoró mis nervios, pero me afectaba el temblor de la poesía que parecía impregnarlo todo. El cementerio de Cambados está en los restos de Santa Mariña y nunca he visto unas ruinas tan vivas gracias a la presencia de los muertos. Hay figuras y epitafios traspasados de lirismo. El de Pedrín, camionero. Bajo su efigie de buen rapaz han puesto que fue a perderse en la brétema oscura (pero todo en gallego), por donde los camiones andan llenos de flores blancas. Los ojos se me llenaron de lágrimas por Pedrín. Mentira. Por cómo fuera a ser mi entrada en semejante niebla era mi emoción. Sabía que la melancolía es la complacencia en la tristeza, una droga peligrosa porque te da gusto, y todo lo que gusta engancha. No sé si alguien me recordará en Cambados, paseante abúlico, huésped desganado en la mesa de fonda de Rosita, bebedor soledoso de agua de Mondariz donde todos se alegraban con el espadeiro grueso y tinto que despachan en las tabernas del mar.
Cambados tiene una gran plaza, a praza de Fefiñáns. De sus cuatro laterales, dos los forma el palacio de Fefiñanes. Yo la paseaba de noche, llevado por el insomnio, y en los salones del importante edificio había siempre lámparas encendidas. Una vez, pero esto fue en pleno día, pasé por el lugar y no sé por qué me detuve a ver un detalle arquitectónico en el portón principal, cuando, en realidad, había perdido la curiosidad, igual que el paladar abrasado por la química perdiera el gusto por las comidas. Salió en ésas un señor de buen porte, como de setenta años, vestido de traje y corbata, con la escolta de un par de perros lustrosos. Con mi depresión y todo, se ve que aún conservaba yo un rescoldo de humor: el perro más grande y más temible de aspecto me consideró con benevolencia y el menos lucido se lanzó a hostigarme, y yo pensé en la escena tan vista del policía duro y el policía blando que trabajan de acuerdo.
—¡Aquí, Bretón!
Y la cortesía del caballero:
—Usted perdone, señor, y vea cuanto pueda interesarle en esta casa, por fuera y por dentro si desea visitarnos.
Di las gracias, estuve cauto, quizá rayando en lacónico y desabrido, pero no pude dejar de contestar algunas preguntas corteses sobre mi presencia en aquella villa del Salnés. Dije que me gustaba como lugar de descanso. Que me hospedaba en Casa Rosita, y sobre esto me felicitó y dijo que él mismo iba allí alguna vez, a comer de fonda y era solo por las filloas. No sé cómo llegó a la breve conversación mi condición de escritor, aunque nada dije de que había echado el cierre a la escritura adelantándome a mi cantado sueño definitivo.
—Tiene que venir a vernos —dijo el señor de Fefiñanes—. Ésta es su casa y en ella se estima la literatura y el arte.
Prometí vagamente, pero que no sabía si tendría que marcharme de Cambados en cualquier momento.
—Mañana sería un buen día para unas copas de nuestro albariño, justo estamos embotellando. Si a usted le viene bien, hacia el atardecer sería buena hora. Le esperamos.
Fueron unas horas malas. Los que te quieren te agobian: «No deberías aislarte, eso te empeora», como si tan cerca de la «estación Termini» importara empeorar o mejorar.
Normalmente, la visita al palacio sería un plan de rosas, en otras circunstancias yo acudiría con ilusión a la cita porque con mimbres como ésos había construido fabulaciones que me dieron alguna fama. Pero ahora se interponía el fantasma de la ansiedad. Por fortuna no me habían empezado los dolores y había podido ir alguna tarde a la tertulia madrileña del café, pero el café me sabía amargo aunque le doblara el castigo del azúcar y las conversaciones me parecían insulsas, y si ocurría al revés, que todo era una fiesta, me mordía en el estómago la ansiedad y tenía que sedarme con disimulo o marcharme. Ya en mi cuarto de Casa Rosita, de hora en hora me asaltaba la duda de si tendría fuerzas para la visita, o quizá para eso más amplio y pesado que se dice una velada. Llegué a escribir un billete (a lo antiguo), disculpándome con un imprevisto. Una razón bien fútil dejó las cosas como estaban: que en la fonda no había un botones o equivalente que me sirviera de correo.
Conque ocurrió la tarde siguiente:
—Me llamo Isabel.
Ya lo dejé dicho, cuando precisé que era una chica, quizá señora, joven, delgada y con una ligereza de pájaro. O mejor, se me ocurre ahora, de pez menudo de plata. La introductora me fue llevando por los pasillos que se me confunden en la memoria, hay una escalera principal, y todo estaba limpio pero sin esa meticulosidad maniática que uno encuentra en las casas principales.
Pronto supe que los Fefiñanes —utilizo el nombre de su palacio— eran gente sencilla, con una aristocracia natural. Nunca les oí decir el palacio: esta casa, decían, y aquí tiene usted su casa. Me recibieron con formalidades, pero fue rápida la entrada en la afectuosa confianza. El señor, también ahora vestido con traje y corbata, recordaría mi desavenencia con los perros, porque los dos «policías» no dieron fe de vida ni a mi llegada ni en toda la tarde. La señora de la casa era una mujer madura, pero hermosa. Fueron viniendo otros miembros de la familia, algún amigo. El hijo mayor, un mozo apuesto que buen Cara de Plata haría representando una comedia bárbara. Isabel y dos o tres mujeres jóvenes, todas como en un verso de Cunqueiro: donas do corpo delgado. Un cura novín, con alzacuello. A mi imaginación valleinclanesca le convenía que fuese el capellán del pazo. Quede nombrado capellán del pazo. Y la señora de la casa, ya citada. A ella tengo que volver, la dama que podría llenar por sí sola el mundo de Fefiñanes. A cada poco, su personalidad se me acrecentaba y parecía borrarlos a todos. Poco me costó reparar en que su poder —para mí, al menos— estaba en su mirada, lúcida y profética. A su lado, uno se sentía adivinado, pero a gusto.
El señor de Fefiñanes era escultor, me invitó a ver sus obras, por ejemplo el retrato de la madre del autor, tratado con gravedad, y luego, como un mundo aparte, toda una colección de personajes de la actualidad vistos con ironía gallega, a quién se le ocurre emparejar a don Manuel Fraga con la señora Golda Meir.
—Son toladas, no soy más que un aficionado sin principios en este arte. Y le diré que en esta casa hay otros artistas, debe usted saberlo, nos ha honrado con su visita y sepa que ya lo tenemos por amigo.
Alguna de las jóvenes tocaría el piano, pero la alusión miraba más a la señora del pazo. Con bromas y cariño le hicieron confesar que escribía poesías, pero no consiguieron que nos leyera una muestra.
Cuando abandonaron el empeño, me pidieron que dijera yo uno de mis poemas.
Me excusé con que no sé de memoria mis versos, lo que no es del todo falso, y al fin cedí con un poema que se me representó de pronto, «Mi muerte no la sabré, por qué habría de llorar la pena que no ha de ser», y al ir siguiendo el ritmo de los octosílabos sentí un temblor y que la voz me iba a traicionar, había sido una imprudencia pronunciar una palabra que me había prohibido, como si decir muerte fuese meterle prisa a la muerte… Pero seguí, imparable, como si un abismo me atrajera, «Por otras muertes vecinas pongo luto en el papel y en la corbata respeto. A mi muerte no estaré. De pie la tarde rezada a la orilla del ciprés, me canso por los amigos, por mí no me cansaré», hasta el final que pronuncié como si ciegamente creyera en lo que decía: «Si yo no sabré mi muerte, digo que no moriré». Hubo silencio. Probablemente me alabaron y aplaudieron después, pero lo que recuerdo es el silencio que cubrió como una losa el eco de mis palabras.
La señora me miró con una certeza que me sobrecogió, «sé que no eres uno de esos recitadores de feria, que una a una las palabras te salieron del alma», eso fue lo que yo traduje de aquella aprobación callada. Arrancadas del alma, me dije, porque había sentido el dolor físico del desgarro.
Y en el acto, esto es lo que nunca supe explicarme, la paz asombrada de quien se ha descargado de un peso superior a sus fuerzas. Salimos a la terraza última del poniente y pensé que por hacerme bien, los médicos me habían robado vida, la que llevaba sin sentir la caricia de un vino en los labios. El noble palacio no tenía jardín, todo era viña que lo asediaba hasta tocar en los muros. El último sol de la tarde se ponía en el cristal de las copas ilustres, y yo me entregué al fefiñanes, el vino fresco y abundante que había nacido de aquellas cepas.
Esta historia se cuenta cuando han pasado años, bastantes años, que me permitieron fomentar amores, escribir libros y ver encanecer mi barba. Pero nunca olvido a la señora del palacio en el momento de los adioses:
«¿Le gusta la divisa de nuestra torre?: OSAR MORIR DA LA VIDA».
A mí, a mí me lo dijo, con aquella mirada suya.