Había una vez un narrador inocente. No usaba teléfono móvil (ni soñar que pudiera inventarse), le gustaban las chicas metiditas en carnes, bailar en el Círculo Mercantil y viajar en los coches de línea. Al narrador inocente le dio por escribir lo que veía o imaginaba en sus comarcas del interior, el desvirgue de un criado de monjas, a quién se le ocurre, pero delicadamente contado. Metido a contar (por entonces él no hubiera puesto tan seguido contar y contado), urdió historias de desencanto como la del emigrante que regresa y ve convertida en supermercado la tienda de Paco Santín, o de ternura como la del niño pobre que encuentra y restituye unas buenas botas del mismo número que calza su padre, también la necesidad de defender el fuero más que el huevo cuando uno va a los toros en el pueblo de Avellanejo.
El narrador inocente fue perdiendo la inocencia con los libros de teoría literaria y otras malas compañías, y ahora no bautizaría un pueblo con el nombre de Avellanejo, porque se ve demasiado el plumero de lo rural. Tampoco incurriría en alguna que otra voluntad de perfección, de búsqueda de la calidad de página.
El narrador inocente prosperó en el oficio de contar y se convirtió en el narrador resabiado. Pero no se arrepiente de sus cuentos de aquel tiempo, ni a sus personajes los niega. No le importa que al mandarlos de nuevo a la imprenta —Cuentos del Medio Siglo— lo tachen de localista y de costumbrista y provinciano. Lo que siente es haber perdido el candor. Si aquello era de verdad candor, que con estos cuentistas nunca se sabe.