Vuelo planeado

He perdido la cuenta de las campanadas de la torre. Si consiguiera despegar ganaría pronto el tiempo perdido, tengo ya muchas horas de vuelo y mi aparato es dócil como el alambre pero fuerte como los nervios del acero.

No puedo despegar.

En la altura somos poderosos y en el suelo torpes: este arrastrarse con pena y sin perder el orgullo de la tribu. Bastaría una elevación por pequeña que fuese y ¡sui-ri!, desde allí remontar en flecha con una sonrisa de desprecio y triunfo, aunque ningún sabio haya podido descifrar la mueca de nuestra sonrisa.

El sol va avanzando en su órbita. Los hombres se asombrarían si supieran que de padres a hijos, a lo largo de miles y miles de viajes, hemos aprendido sus propias palabras, todo podemos expresarlo en nuestros retiros con las mismas voces que los hombres, pero ellos solo conocen nuestro chillido, es posible que cualquier día se desengañen según van de rápidos sus inventos.

Ahora pasa un carro de la yerba de los prados, puede que pise mi infortunio y me atropelle y acabe.

Lo más hermoso de lo que ellos llaman vida, para nosotros es la Ruta Grande, la que cada primavera nos trae a la busca del norte y al final del verano nos lleva a los alimentos del sur. Lo que esta mañana toca dejar es una comarca plantada muy arriba en los mapas, la ciudad tiene casas y palacios bien provistos de aleros que cubren nuestros descansos, una fortaleza ruinosa con torreón y recovecos para el amor y el juego. Tampoco es mala su gente.

Salvo la crueldad de los niños y, a veces, de los curas negros con sus paraguas negros. Ha pasado el carro de la yerba y sigo vivo, aunque inválido en las losas húmedas, resbalosas. En la desdicha se vuelve a los pensamientos felices. Volamos más alto y más rápido que muchos (y muchas) que nos niegan como congéneres pero envidian nuestra vista larguísima. A esta hora los míos estarán dejando atrás las montañas del carbón y el río que arrastra pepitas de oro, luego serán los páramos y las extensiones del trigo, y de vez en cuando un regalo de pinares bajo el aire cada vez más cálido. A mí me gusta rezagarme de la bandada y planear con la mirada atenta. Me gusta el vuelo planeado. Deslizarme sin esfuerzo sobre la belleza. Desde arriba una cárcel es un gran patio sin muros y un convento es un jardín sin rejas donde corretean las monjas y se tiran flores.

En esta calle sombría que ahora es mi cepo, queda poca vida, tabernas oscuras, el asilo. Cuentan que fue hollada por miles de peregrinos que caminan hacia poniente en busca de la sepultura de un santo, la calle es rica en leyendas pero aborrezco sus muros de lisura donde vanamente busco un saliente a donde llevar un último intento. Sí, los vencejos en el suelo somos pájaros desgraciados.

Pero es de necios rebelarse contra lo inconmovible, te reprochan tus mayores. Es un vencejo soñador, sé que murmuran a mi cola. En las anochecidas estamos de recogida por los huecos amantes de las cornisas, y se parlotea. Se burlan de que hablo con prosopopeya, eso dicen, como los poetas que nos sacan en las fábulas. Y mis celos contra las golondrinas.

Piensa, me advierten, que no es despreciable la forma que nos ha tocado en suerte a los vencejos, nuestras alas tienen la forma y la dignidad del sable.

Quisiera, yo les arguyo, que mis patas fuesen tan largas y finas como son las de ellas, no estas patas cortas y gruesas.

Una vanidad nada práctica, me dicen: más vale lo recio que lo quebradizo.

Pues el color, me gusta insistir en la queja. Nuestra garganta es de un blanco sucio y en el plumaje recordamos al hollín, un color negruzco explican los libros de allá abajo.

¡Pero con reflejos verdosos!, para que me calle.

No me atrevo a la confesión más secreta: que por encima de todo eso y de la monserga de que las golondrinas le quitaron las espinas a Cristo lo que me disgusta es nuestro nombre de vencejos. Ven-ce-jos. Cuánta aspereza comparado con el sonar de campanillas de go-lon-dri-na. De las golondrinas se enseña que son útiles para el campo y deben respetarse. De nosotros no se dice nada bueno. ¡Y los pequeños bárbaros a punto de que los suelten de las escuelas!

Un vahído. Seguro que no lo enseñan en las pizarras, que a un vencejo pueda darle un vahído de solo pensar en los chicos.

Me he quedado sin conocimiento. Esto les chocaría aún más, que los vencejos tengamos conocimiento.

Cuando vuelvo en sí (o acaso sea volver en mí), con la vista todavía borrosa, hay delante de mis ansias un milagro en forma de árbol. El árbol está aquí, como recién salido de la residencia de los viejos, junto al portón donde los viejos salen a rumiar el sol escaso de la calle. Los árboles añosos nos son amigos. El árbol tiene unas ramas o brazos que se están ofreciendo. El árbol se inclina, me recoge y ya estoy sobre su corteza rugosa y parda, vuelve a mí la claridad y lo que ven mis ojos es la cara de un hombre, que tiene los surcos de muchos inviernos en la frente por bajo de la boina cansada. El hombre me calienta en su rescoldo de vida, me acaricia, me pone sobre la meseta de su hombro. Ahora un pequeño impulso, ¡sui-ri! ¡sui-ri!, los míos irán ya cerca de la tierra que llaman de castillos, conque a todo pulmón y días vendrán de vuelo lento y planeado.