El reproche de Tina

Hoy he visto a Tina y fue sentirme años más joven, o sea muy joven. Fue en Madrid en un sitio de copas, y ver a Tina me trajo los tiempos de aquella ciudad de Poniente donde habíamos vivido nuestros mejores años.

—Pero tú no has vuelto —le digo a Tina como una reconvención.

—Aquella casa ya no es mi casa, y la Albertina que volviera sería otra Albertina…

En el encuentro nos besamos como amigos, los dos con un punto de sorpresa, aunque Tina fue rápida en rehacerse. Estaba encaramada a un taburete de la barra, con aire de habitual, y el camarero le daba fuego con una complicidad que me pareció excesiva. Le pedí que fuésemos a una mesa, y solícito le hice sitio para que estuviese cómoda, como se hace con una dama.

—Tú sí que eres el mismo.

Me miró con un cariño tenue, quizá con un poco de sorna por esa cortesía mía, tan lógica, me parece. Luego callamos. Pidió algo con ginebra que pronto repetiría. Luego hablamos, como tanteando los caminos. Algo me contó sobre pequeños azares de su vida, quizá me parecieron pequeños porque no parecían corresponderse con noticias que alguna vez me habían llegado, ni con su aire de ahora mismo, el de una mujer que ha corrido mucho. En la mesa teníamos que estar muy juntos, Tina todavía atractiva, con esos estigmas de la usura del tiempo que a algunas mujeres —y más a las mujeres delgadas— les añade encanto. Bebía más allá de la sed. Fumaba demasiado. En uno de sus movimientos nerviosos, ocurrió algo. El vestido le resbaló ligeramente del hombro. Nada, una insignificancia, pero a mí me vino un tumulto de recuerdos, a Tina adolescente se le escapaba siempre, siempre, la ropa de los hombros estrechos pero no huesudos, lo justo para enseñar un poco más de la piel morena y joven. Entonces sentí el deseo de rescatar los rincones del instituto y las tardes de los cines cómplices, el parque oscuro y los soportales y los atrios donde vivíamos una sexualidad incompleta y perseguida.

—¿Te acordaste de mí?

—Me acuerdo de todo —me dice. Y ese todo y el decirlo en presente lo hace más vivo.

Es como una droga lenta. En el local hay poca gente, alguna mujer y algún hombre solos y ensimismados, acaso una pareja o un trío de sexo confuso. No pueden saber que Tina y yo estamos en una reválida de olores, sabores, texturas de lo lejano evocado.

—Tenías un vestido de muselina alegre, casi transparente, lo llevabais las chicas aquel verano.

—Tú tenías una chaqueta de cuero, en la cabaña de la viña me la puse mientras se secaba la ropa empapada de la tormenta, el cuero era excitante de tan frío sobre la piel desnuda y yo no llevaba sujetador, tú no miraste ni tocaste, tú eras muy caballero y eso sería aprovecharse de la ocasión. Me lo dijiste.

—¿Te dije que era un caballero?

—Lo de que no querías aprovecharte, dijiste, lo de caballero sería alabarte tú mismo y siempre fuiste fino de maneras. Le gustabas a nuestras madres, aunque para ellas fueras de otra clase social. Les besabas la mano. Y las chicas te llamábamos el bardo, jamás en tu boca una palabra malsonante. A mí me dolió la injusticia de que solo te dieran el segundo premio del concurso literario.

—El tercero.

—Todas en el insti sabíamos que lo tuyo era seducir con las palabras. Me hizo gracia cuando me dijiste que yo tenía los senos turgentes. Los senos. Cualquier otro diría las tetas.

¡Qué horror! Y peor si le hubiera dicho a Tina senos mórbidos o globos de alabastro, todo eso era de Vargas Vila y de otros novelistas decadentes. Volví a la escena de la cabaña:

—Aquella caseta de las herramientas de la viña era un sitio innoble, Tina. Yo quería un sitio digno para estar contigo.

—¡Estar contigo! —y subrayó—: ¡Estar contigo! —todavía te gusta decir y no decir.

Nos quedamos un tiempo en silencio, hasta que ella rompió en una risa excesiva, casi histérica:

—¿Sabes?, aquel refugio me tuvo siempre un olor inconfesable, te lo voy a decir: olía a hombres. Yo sabía que los jornaleros se tumbaban allí para su siesta, sudorosos y, en mi imaginación, calientes de ganas. Pensaba en lo que pasaría si allí, entonces, pillaran a una mujer.

Sentí el rubor en la cara.

—Mis padres, siguió Tina, estaban fuera y una tarde te pedí que vinieras a mi casa: Tú subes un momento y te doy esos apuntes. ¡Qué hipócritas nos hicieron! A las chicas más. Fue una espera nerviosa, la mía. Anduve de un lado para otro arreglando mi habitación, pensando en que la cosa resultara estética, Vivaldi en el microsurco, lo que a ti te gustaba. Llegaste y nos abrazamos.

—Pero tú te echaste a llorar, acuérdate.

—A eso también nos habían enseñado.

La vi demasiado nerviosa. Le vi una vena en el cuello hinchada como para estallar.

—Oye, Tina, antes de que te vayas y nos separemos: ¿crees que aquella tarde, a poco que yo…?

—Joder, sí! Eso habríamos hecho si tú hablaras sin retóricas, tú el primero y no el canalla que me arruinó la vida.