La feria según nos va en ella

Decir feria era decir fiesta grande para hombres y mujeres de nuestro barrio que se habían acostumbrado y no sabían vivir sin las ferias de mes. No necesitaban calendario escrito. De padres a hijos se sabía que el 1 y el 15 era la feria en El Espino, el 3 y el 18 en Friera, los días 9 y 28 en Camponaraya. El primer domingo de mes la cita era en Villalba, para los menos temerosos de la distancia. Presumían de no ser unos lacazanes ociosos y tenían su coartada. Les gustaba que se les viera marchar a la feria con unas cestas de uvas, o castañas, también podían ser injertos o semilla de repollo de unos pequeños trozos de regadío que llaman tabladas. Pero volvían con poca ganancia líquida, a veces lo comido por lo servido. Y a esperar la próxima, otro madrugón de orujo para viajar en un ómnibus maltratado, el parloteo y el regateo, la comida bien regada. A la noche volvían cansados pero orgullosos. Se habla de la feria según te va en ella, pero estos de mi pueblo, si acaso se lamentaban, era como el jugador que siempre cuenta con el desquite.

Se me ocurrió un negocio.

—¿Tú oyes esto, mujer? —le dijo mi padre a mi madre—, aquí al poeta se le ha ocurrido un gran negocio.

—No dije grande, solo la manera de convertir en pesetas las maulas de muchos años que están ocupando sitio y pudriéndose. El comercio de casa estaba conociendo una época de prosperidad. Era un establecimiento de categoría, a pocos en nuestra provincia y las limítrofes les vendían directamente los grandes fabricantes del ramo, estar «clasificado» por el fabricante de La Bellota y por los de cartuchos de caza suponía un privilegio.

—Deja al chico a ver qué hace —me apoyó mi madre—, cómo vas a saber si tiene iniciativa si nunca le das ocasión.

La idea no era nada espectacular, solo la consecuencia del sentido común. En las ferias se juntaban cientos de compradores, no había más que encandilarlos con unos precios de saldo.

—Está bien, está bien, pero que no me desacredite.

Tenía el colaborador ideal. Mi compadre Roxo del Mazo, que yo le fuera padrino de un niño que nació faltoso, vino a capítulo y nada más proponérselo le relumbraron los ojos de feriante adicto. Yo hice la selección de los objetos y unos carteles con los precios casi regalados y la advertencia de que eran precios fijos. También se indicaban claramente los defectos, cacerola con el esmalte saltado, espejo picado el azogue, sartén que el mango necesita un remache, si aquello se vendía barato tenía que ser por algo.

Para el estreno elegimos Piedrafita del Cebrero. Elegí yo, porque a Roxo del Mazo le hubiera dado igual marchar a Pamplona.

Mi hombre salió en el «Ferias, Fiestas y Mercados» que se cargaba de cestos y banastas en el paredón del horno, y llevaba las mercaderías, la rotulación y unas tablas para montar el tenderete. Yo era el cerebro y me quedé en la ciudad paseando por la alameda, papando el aire o leyendo. Del tráfico mercantil me atraían las antefirmas que traían las cartas y facturas, «El director gerente», «El jefe de división», «El consejero delegado». Al filo del mediodía pensé que el director debía estar cerca de la operación.

Tomé el único taxi de la parada de la plaza.

—Te llevo, pero yo me vuelvo zumbando, que tengo que ir a Valladolid para un recurso en la Audiencia y eso es sagrado.

Salimos por los Colmenares, en seguida Pereje. Luego Trabadelo, Ambasmestas, donde había unas hermanas que eran amigas mías. Le pedí al conductor que nos detuviésemos un momento, solo saludarlas. Se empeñaron en invitarnos, eran unas chicas muy guapas y el conductor miraba el reloj y me miraba a mí con odio.

Si por mí fuera nos hubiéramos parado también en algún punto panorámico, sobre todo a contemplar el castillo de Sarracín, que por las mañanas tiene la luz a favor y da una estampa romántica.

—Eso son vainas —desdeñó el del taxi y ya subíamos el puerto, a todo el gas que permitía el motor.

En Piedrafita del Cebrero la feria estaba en su apogeo. El coche, a fuerza de tocar la bocina, pudo dejarme en medio de aquel zoco. A mi compadre lo encontré animoso, aunque no había vendido ni una sola pieza. Me puse a observar pero sin dar la cara, como si nada me relacionara con el «stand», que tenía buen emplazamiento, después de pagar los debidos arbitrios. De vez en cuando se paraba algún curioso, campesinas mayormente. Miraban, y nada. Pensé preguntarle a aquella gente las causas de su desinterés, como quien hace una encuesta sociológica y tal, pero me dio vergüenza.

—Habrá que comer algo, compadre —le dije al cabo de un rato a Roxo del Mazo—, ¿qué coméis los marchantes en un ferión como éste?

—Eso depende de los posibles de cada uno. Siempre puedes traer la tarterita de casa, pero lo suyo es el pulpo de la feria, que además de gozar del plato disfrutas de estar en la armonía de la mucha gente.

—Pero habrá algún restaurante, si se tiene el gusto de estar tranquilo.

—Hay la fonda de Rodil que da buenos filetes y carne a la maragata, pero… —el Roxo se frotó las yemas de dos dedos aludiendo al dinero.

—Vamos allá, y no te preocupes por la mercancía, tampoco sería grave que se llevasen algo.

Nadie se llevó nada mientras comíamos a manteles entre tratantes de ganado y curas que venían a la feria a jugarse los cuartos, el no estrenarse en las ventas podía soportarse, pero que no robasen ni una pieza de aquel charnaque plenamente abierto me hundió en el abatimiento.

El Roxo plegó la tienda pero no su entusiasmo. Él achacaba lo ocurrido a los carteles escritos, en una feria lo que manda es la palabra hablada, y mejor voceada, y en todo caso nos quedaba el mismísimo San Froilán de Lugo, que allí sí saben apreciar.

Sobre mi porvenir en el comercio, mi progenitor fue menos optimista:

—Como no se reenganche cuando vaya a la mili este chico se muere de hambre.