Nos lo tenían advertido. El vicio solitario le auguraba al contumaz dos consecuencias nefastas: la miopía y la tisis. Para nada me acordé de esos sermones cuando me encontraron unas dioptrías en cada ojo, pero tiempo después, al coincidir este estigma con una cosa de pulmón, pensé que muchas miradas me señalarían. Y no es que hubiera motivo. En el pecado de Onán, yo, ni pasarme ni demasiado poco: lo corriente.
Del pulmón enfermaba bastante gente, pero lo encubrían con eufemismos. Lo que más se oía decir, «Fulanito está de la pleura». Yo volví del especialista y de cara dije que tuberculoso, sonaba a provocación, y es que me alentaba el compañerismo de Chopin, de Gil y Carrasco, de don Santiago Ramón y Cajal y de cantidad de novelistas rusos, todos de la misma cuerda. También decidí labrarme una nueva imagen, acentuar el aura de melancolía. Nunca tuve tanto éxito con las mujeres.
—Gracias por venir a verme, si supieras lo que duele este apartamiento forzoso del mundo… Pero no te acerques demasiado, no quiero que hagas nada por compasión…
—Qué tonto eres, a quién se le ocurre pensar eso —se arrimaban definitivamente—. Además, tú sabes que no eres contagioso.
Esto era cierto. «Los análisis son negativos, tiene usted una lesión que nosotros llamamos cerrada».
—Y aunque lo fueras —llegaba al colmo la sacrificada. Mi mano alisando el cobertor de la tumbona ensayaba fingidas elocuencias, desmayos y súbitas reanimaciones, la voz persuasiva e hipócrita también trabajaba lo suyo, un juego apasionante.
La tuberculosis no duele. Mi tuberculosis no daba fiebre, solo dos o tres décimas al atardecer, que en unas semanas acabaron marchándose. Si siempre habías comido bien, ahora tenías que comer mejor. «Con cada comida, usted puede permitirse hasta dos vasitos de vino tinto». La mejor habitación de la casa, orientada al mediodía, debía destinarse al enfermo. El balcón, de par en par abierto el día y la noche, en enero igual que en agosto. Todo esto venía en las instrucciones del especialista. Y que mucho reposo, nada de preocupaciones.
Comprendí que mi vocación era ésa, la de poeta tuberculoso. Los días me pertenecían. Tenía tiempo para leer —me prestaban los libros, increíble que en mi pueblo hubiera tantos libros—, largas horas para escribir versos garcilasistas, podía recibir visitas de los amigos y las amigas. De vez en cuando, mis ojos se solazaban mirando al río, a la vega y a las torres de una ciudad que vista al sol solo mostraba bellezas, los desconchones y la usura de siglos quedaban en la sombra interior de las calles.
Y las noches, la manera con que fui haciéndome íntimo de la noche en calma. Madurábamos antes de tiempo, a mis años había vivido noches de juego y bebida, noches de bailes de sociedad, noches de putas en Lugo, noches de arrepentimiento y adoración al Santísimo, noches de apagar fuegos o de velar difuntos. Pero nunca había entrado en comunión total con la noche. La cama me la pusieron junto al balcón y casi dormía —o velaba— a la intemperie, con buenas mantas de Maragatería que en invierno recogían algún copo de nieve. Al avanzar la noche, los ruidos decrecían paulatinamente. El paso de un coche, por el puente no demasiado lejano, era una rareza. A las doce en punto cerraba Radio Club Portugués y en la radio de Rosa la Miñota se apagaban los fados. El reloj de San Nicolás daba las campanadas con tres minutos de retraso. El reloj de San Francisco lo hacía un poco después, si es que se acordaba de darlas.
Pienso en la gente que fomenta remedios contra el insomnio. Al contrario, yo no quería dormirme. Estaba ansioso por ejercer y comprobar el poder que me había llegado con la enfermedad. Había un dicho por entonces, «Tener oído de tísico». En el silencio, oía lo que no oyen los demás mortales. No veía crecer la hierba, la oía crecer, y no me parece menor espabilo. El prosperar de la hierba, las ramas madres de los chopos alargándose hacia las ramas hijas para protegerlas del viento, la secreta formación de las tormentas cuando la bonanza era pronóstico unánime de los ancianos, la más leve subida del caudal del río en la amenaza de las crecidas oía.
Pero Dios, o quien corresponda, no nos da por las buenas un regalo así. Algo habría que pagarle. Había escuchas turbadoras. Los goznes cautelosos de puertas que se abren al expolio o a la infidelidad, a ver qué haces en tales casos, si denunciar o vivir con la conciencia abrumada. Y las alimañas. Por muy a salvo que te sepas en tu casa y en tu habitación, se te pueden erizar los pelos con el pisar del lobo sobre las brañas del monte vecino.
Pasaban los meses, ya no sé si los años, esa enfermedad usaba plazos así de largos. Lo que voy a contar fue justo con la llegada de la primavera. El día había estado glorioso de luz y buen aroma, las lavanderas cantando en el pedregal mientras removían sus sábanas en el agua para luego extenderlas sobre las piedras pulidas. La noche tardaba más que de costumbre, pero llegó la noche. Por primera vez desde que empezara mi historia clínica, una fiebre muy alta vino a sorprenderme, me bañó en sudor y delirio. No llamé. Por si me moría, quise despedirme apurando mis facultades secretas y entré en el convento de la Anunciada, que se otea desde mi balcón, allende el río y las huertas. La Anunciada era la clausura más cerrada en una ciudad de conventos, con monjas que en el siglo tuvieron apellidos de fuste, allí se recibían pliegos cerrados de Roma y el latín de sus rezos era el más elegante. Conque yo capté el andar de la procesión nocturna con sus hachones encendidos entre pinturas de Giotto y Tiziano, la escena no podía verla con los ojos pero los sentidos se ayudan unos a otros, y los salmos que escuchaba arrastraban ciertamente una cadencia que me iba poniendo en las venas el dulce mareo de la muerte.
Desperté a mediodía, entre sábanas que me parecieron fatigadas de siglos. Estaba limpio de fiebre y animoso como quien sale de la crisis en una dolencia aguda. El cuerpo me pedía un buen baño con Heno de Pravia. Me vestí de calle y me eché a la calle, que ya no era contemplar el río y el verdor, los vecinos andaban arriba y abajo con sus asuntos. Casi sentía vergüenza, como si por propia voluntad hubiera estado viviendo una pereza alimentada de sueños.
Cogí el autobús de línea y el especialista me dijo sin quitarse el delantal de los rayos X:
—La lesión está curada y lleva tiempo curada. Podía haber venido antes a que le diésemos el alta.
Era un tipo desaborido que hablaba entre dientes, ni siquiera me dijo me alegro. O quizá me lo dijo y yo no alcancé a oírselo.