Llegué a casa y mi padre me tenía la espera, habló sin mirarme a la cara y comprendí que el asunto era serio.
—Ahí tienes una citación del Orden Público, están los tiempos como para jugarse el bigote.
Yo me toqué el bigote, que siendo de trazo fino se consideraba legal e incluso adicto, hacía poco que me lo había dejado. Claro que mi padre lo decía de metáfora, él seguía marcado por la época más oscura mientras ya los de mi edad nos iniciábamos en otros empeños. El principal, sobrevivir a la monotonía. Parecía que nada pasaba en España. Y aún menos en nuestro pueblo. De palabra podías opinar sin que te molestaran, siempre que no rozases las esencias. Sentí curiosidad por aquella llamada que venía a través del Ayuntamiento, pero no recuerdo que tuviera yo miedo.
—Es cosa de arriba —me dijo el jefe de los municipales: en el pueblo nos conocíamos todos—, han venido agentes de fuera, en lo que dependa de nosotros tienes buenos informes.
Los de fuera eran dos y vestían de paisano corriente. Habían ocupado el despacho del propio alcalde, con ese desparpajo de las películas en que llegan los federales de Washington a husmear en un condado de Arizona. Que me sentara, y casi me metieron por los ojos una fotografía. La cogí y la separé un poco para poder verla, y era un fraile joven, se deducía que estaba en un grupo en que llevaban todos el mismo hábito y a él lo habían aislado y ampliado, dejando a los demás en un segundo plano difuso.
—Es Domingo Lázaro, el hijo del señor Ramón Lázaro el zapatero —dije sin titubear; lo sabía todo el mundo, no tenía sentido pararse a pensar si mi declaración ayudaría o inculparía a un cristiano.
Los de la secreta querían que les contase al detalle mi relación con el individuo de la foto. Hablé con reservas mentales, ahora sí, por el instinto con que frente al poder nos gusta estar a la contra. Ellos me preguntaban. Todo era de cliché, el policía bondadoso y el policía duro. Podía haberles hecho el relato completo y hasta con algún adorno, como lo hago ahora, pero mejor que se lo trabajasen. No hacía mucho que había vuelto de los capuchinos el hijo del señor Ramón, que andaba cerca de cantar misa y se pusiera de los nervios, y los superiores esperaban que se repondría en casa y lo dejaron venir con la barba, pero sin su hábito de estameña y sin cordón ni capucha.
Era mayor que yo y nunca nos habíamos tratado.
—¿Tú crees que estoy loco? —se me acercó en el viaducto una tarde en que él venía de hacer sus rezos en la parroquia.
Me miró derechamente a los ojos con los suyos que parecían brasas y sin esperar mi respuesta siguió hablando. Lo hacía despacio, y supe que quien oyera aquella voz no podría olvidar a su dueño. Cautivado, estaba perdiendo la letra de las palabras, solo se me quedó lo último que dijo y era algo por este estilo:
—Lo que proclama la boca es lo que crece en el corazón, y todo está en el ojo del que no duerme.
Luego supe que en la parroquia habían tenido la función de San Antonio y el predicador habló desde el púlpito a favor de los pobres: que los católicos ricos debían pasarles a los pobres tantos relieves como sobran en las mesas acomodadas, y a esto el novicio neurasténico masculló pero todos lo entendieron: «Las sobras, no; ¡las plusvalías!», y hubo algo de escándalo porque no se estilaba que los fieles interrumpiesen en las novenas. Pero no era la primera vez que el novicio se enfrentaba al párroco: que a ver por qué las señoras principales tenían en la iglesia su reclinatorio privado y almohadillado.
Domingo Lázaro no era muy alto pero sí bien parecido, y su vestir modesto le añadía una elegancia que no podrías comprar en las tiendas de León, y ni siquiera en las de Valladolid. El cuello duro de almidón que por entonces llevábamos lo hubiera cambiado yo por sus camisas con tirilla abrochada por un botón que en otro hombre joven haría paleto.
Y la barba, sobre todo la barba.
Dejarme la barba era mi deseo secreto. Me inquietaba imaginar cómo me saldría si estuviera unas semanas sin afeitarme. Pero era un sueño imposible, en el pueblo me hubieran corrido a morrillazos, eso si no me ponían una multa. Los muy mayores, y solo si eran señores con carrera, ésos sí se admitía que llevaran su barba de siempre. Y ahora este chico, el hijo de un simple artesano, lucía el privilegio envidiable. Quizá en el convento les enseñaban a cuidarla como un símbolo de la Orden, Domingo Lázaro la llevaba muy negra y aseada.
Debió de mejorar o estacionarse el paciente, porque se oyó que quería dar clases particulares. Supuse que de letras. Yo había sacado limpio el sexto del instituto, pero buscaba aproximarme al personaje. Me presenté en su casa, en la calle que está saliendo para el alfoz. Él mismo me abrió la puerta, y dijo:
—Ya pensaba que no vendrías.
Como si hubiéramos concertado una cita. A informarme, le dije, a sabiendas de que venía a apuntarme a lo que quiera que fuese.
En casa no me objetaron, ya yo empecé advirtiendo que el profesor no cobraba. Acudí el día siguiente. Era pleno verano y él había señalado la hora en que todo el pueblo sestea. La casa del zapatero parecía un lugar de muertos. Por el interior de la vivienda seguí los pasos de las sandalias franciscanas, cautelosas, pero que no evitaban el crujir de las viejas maderas. Al salir a la parte trasera nos recibió un golpe de calor; y más aún, la plenitud hiriente de la luz. Las casas de ese lado de la calle, con su aire menestral y gregario, tienen a sus espaldas el regalo de un patinillo o huerto que se encarama hacia el monte. En el huerto del señor Ramón había lo que llamaban el cenador, donde probablemente nadie había cenado nunca. Estaba en sombra, pero el bochorno se había encerrado en el pequeño resguardo; alrededor de la mesa de piedra los bancos de piedra tosca echaban fuego. O sería la primera impresión al sentarse. Las chicas parecían a gusto, pensé en sus delicados culitos con sus vestiditos de organza, me chocó que estuvieran las gemelas del notario, unas preciosidades, y la rubia de los viveros del Parque, menos preciosidad pero que valdría para un apuro. La mayor de las notarias —entendámonos: la ligeramente más alta— seguía bien las declinaciones, la familia del notario había venido de Extremadura y la chica le ponía al latín un deje gracioso, Tempus est optimus magister; Ciconía est nuntía veris. Las otras dos educandas daban palos de ciego, la gemela poquitín menos alta se echó a llorar cuando creyendo haber aprendido la segunda declinación el profesor la fustigó con una tira de excepciones.
Este Domingo Lázaro era cualquier cosa menos pedagogo paciente. Te recordaba los ojos dulcísimos de un Corazón de Jesús y de pronto era la estampa del que con un látigo echaba del templo a los mercaderes. Otras tardes vinieron en aquel verano reseco y el latín fue desapareciendo del cenador. El maestro se iba por otros cerros, nos enganchaba con ideas que ni siquiera habíamos barruntado. Nos dijo que mentir no era pecado si servía para ocultarnos de los incapaces de entender la verdad. Que no puede haber acto impuro en los espíritus que naturalmente son puros. Que siendo dueños de nosotros mismos mandaríamos sobre el mundo. A la gemela Uno, que se llamaba Lucía, el casi capuchino le había puesto Serenidad.
Las chicas debieron de irse del pico y trajeron amigas. Detrás vino algún chico. De uno o de otro sexo los catecúmenos caían, como había caído yo, en la adicción al profeta. A éste le daba también por la historia natural. Una vez se le saltaron las lágrimas por uno de esos incendios de agosto, en la ocasión se había quemado monte y el hombre sufría por tantos años que costaría repoblarlo. Pero la mayor excitación, que hasta le entraba tembladera, era por las vegas que los ingenieros arrasaban para desviar la carretera, tramaba que iríamos a sentarnos en el macadán cuando las máquinas empezaran con la boca del túnel.
Los calores del verano fueron bajando y el grupo se hizo paseante. Salíamos por los caminos de montaña y llegábamos a las últimas aldeas leonesas, recogiendo plantas silvestres, pequeñas piedras que el maestro acariciaba con sus manos y solo con eso se convertían en amuletos.
Las chicas se encargaban de la merienda, pero a Domingo —lo llamábamos por su nombre de pila— lo enfadó el lujo de unos filetes rebozados e impuso la frugalidad y lo vegetariano, todo lo más unas tortillas de patata y cebolla.
—Pero ustedes —me echó encima su aliento el policía malo—, con eso de las excursiones terminaban en bailes obscenos.
«No hay nada obsceno cuando lo interior es pureza», pensé proclamar. Pero no me hubieran entendido.
—Traíamos en las piernas las agujetas de las caminatas higiénicas —es lo que dije—, qué ganas íbamos a tener de meternos en danzas.
—Pero sí nos va a ratificar lo que otros han confesado ya —el interrogador echaba su anzuelo—: que ese jefe de la secta, el Domingo Lázaro Cornide, aprovechaba para abusos sexuales con las señoritas, mayormente con una hija del señor notario.
—¡Es falso! —aquí me indigné de verdad—, ¡una vileza! Que alguien lo diga delante de mí y nos veremos las caras.
—Está bien, está bien —apaciguó el policía bueno—. Usted es persona de confianza y adicta. Apuesto a que si andaba en esas compañías era por curiosidad, digamos intelectual, seguro que le habrá extrañado que un religioso les hablase de Lenin y de Marx.
Nuestro mentor citaba a Prisciliano. Entonces le veíamos al medio fraile una ansiedad, sobre todo en los últimos días, que al valle bajaban las nieblas galaicas del otoño. Decía que Prisciliano fuera el primer ajusticiado por ideas religiosas, pero que la Iglesia no se mancha con una ejecución, que esto se lo pasa al brazo secular. Y que él, Lázaro Domingo, sabía que muchos ojos lo espiaban aunque estuviera lejos del convento.
Los polizontes me mandaron para casa. A Lázaro Domingo lo llamaron y no le tocaron el pelo de la ropa. Dicen que del trámite salió sin la barba y casi me alegré de no verlo, ni cuando vino a buscarlo la ambulancia de la Diputación.