En setiembre de aquel año, Lina reinó sin competencia posible, era madrileña, «de Chamberí», con una che que le salía arrogante y castiza. Si se dignaba.
No se dignaba siempre, y ni siquiera hablaba con cualquiera. Yo tenía algunas ocasiones. Pero retiré prudente mi candidatura porque se puso de por medio el seductor oficial, que vivía en la plaza y era alto y rubio y tenía coche.
El privilegiado se vio despedido (primera vez que le fallaba una forastera) ante un capitán de Regulares que era de Toral y llevaba muy buena carrera, y éste, visto y no visto, fue descabalgado por uno de las minas de Fabero, qué se habrá creído ésa, decían las señoritas del Casino, veremos si le ha salido un partido formal cuando pasen las fiestas.
Lina no iba al Casino, las primas donde estaba invitada eran las de la fábrica de patatas fritas, de manera que al Mercantil.
Había dos sociedades culturales y recreativas, con sus diferencias. En el portal y las escaleras del Casino empezaba ya el alfombrado, en el salón principal lucían reposteros y muchas mitologías, el Reglamento en marco repujado era severo y en la biblioteca predominaban los libros de heráldica de la Asociación de Hidalgos a Fuero de España.
En el Círculo Mercantil e Industrial la oferta de libros era más variada. Se podían leer novelas de famosos como Ricardo León y Lajos Zilahy, tratados de agricultura y obras de carácter social sin llegar a marxistas. Alfombras, no, pero el piso de tarima del Mercantil estaba encerado con esmero. Y había tiestos con geranios. En el Casino sería anatema un tiesto con geranios.
En un asalto del Mercantil estaba Lina una tarde, reinando. Yo la entretenía a veces, cuando no andaba a su lado un pretendiente de fuste, y creo que ella me miraba con buenos ojos, entiéndaseme el sentido. Las chicas de tanto éxito como Lina sabían apreciar en mí la admiración cortés, la pequeña fama de joven poeta, se confiaban a mi resignada disposición de confidente. Una de tales ocasiones fue aquélla, sin moscones alrededor. Estuvimos charlando y la invité a bailar. Desplegó perezosamente su tipazo como de miss España, se sacudió la melena copiosa con un gesto de chulería tolerable y dejó que la enlazara. La mano que posaba en mi hombro la empleó en separarme un poco, para que no bailáramos muy juntos. A lo mejor tocaban Tristeza de amor, eso de Chopin lo frecuentaba mucho el pianista. Yo le preguntaba a la chica cosas de Madrid, que dijera «Chamberí», la sonsacaba.
Pero otras miras tendría la beldad, que se soltó pronto y dijo que le apuraba ir al servicio. Con lo finolis que yo era, cualquier necesidad corporal de una mujer me suponía un desencanto. La vi alejarse y no sabía si debía esperarla o adiós muy buenas.
No volvió a aparecer y yo me entretuve en otras guerras.
Al cabo de un tiempo percibí como un revuelo en el ambigú y que buscaban a alguien de la directiva. Encontré al vocal de juegos de salón y me dijo «No es nada, no es nada», y a quienes querían acercarse a los retretes los disuadían con disculpas. Mientras la directiva del Casino era desidiosa, los del Círculo Mercantil e Industrial se arreglaban ellos mismos para las averías. La reina de setiembre, la más reina contando muchos setiembres, llevaba casi una hora atrapada en el WC.
—Discreción, caballeros, ya se ha ofrecido un socio que es del oficio y no agraviemos más a esta señorita en el trance —decía el vicepresidente, que los del comercio y la industria tienen su vena fina.
Yo estaba siempre disponible. Un encierro en el retrete es ridículo, y quedaba el peligro de la claustrofobia, un posible ataque de nervios. Me dejaron estar junto a la puerta con el vicepresidente y el cerrajero cuando Lina apareció en el marco, liberada. Salía tan fresca. Nos miró y dijo con altivez:
—¡Chapuceros!
Con esa che que me fascinaba, no sé si predorsal, prepalatal o africada sorda.