Las adicatorias

Mi tío Manuel tenía el bar Manuel, me daba un vermú, con aceitunas siempre que no fueran de las rellenas, y que me sentara donde no estorbase a leer el periódico.

Pero más me gustaba escuchar a los parroquianos del bar.

Don Nemesio Ron se negaba a hablar lo que no fuera castellano, y un buen castellano. Pero del habla cercana a nuestra villa, y aún más a nuestro barrio casi galaico, tomaba palabras que le halagaban el oído. Mejor que un murmullo, el marmurio, que traía rumor de hojas en el árbol y, de propina, el sonido del mar. Un parroquiano del bar se marchaba para el otro mundo, y quién podría quitarle a don Nemesio el regusto de decir que al cuitado le había llegado la hora del pasamento. De las mil maneras de aludir al acto carnal prefería el sonriente verbo chingar.

Una noche celebraban algo los que se juntaban en el bar Manuel y don Nemesio levantó su vaso para hacer unas adicatorias. Dijo que adicar tiene más sentido de brindis y ofrecimiento que dedicar, y que empezando por de —derribar, deponer, descabezarlas palabras suenan a despojo mucho más que a entrega.

Hizo la perorata queriendo complacer a todos, eso tan comprometido que es ir sacando nombres en un discurso como si fuesen cerezas. Don Nemesio Ron jamás haría adrede un desaire. Pero uno de los que estaban se le quedó en la cesta, don Nemesio cayó en la cuenta cuando ya no había remedio y esa noche no pudo dormir.

Al día siguiente se presentó en casa del omitido, un pundonoroso brigada retirado de Ferrocarriles, y en desagravio le llevó la prueba de unas guindas en aguardiente de su alambique.

—Son poca cosa, mi brigada, pero quede constancia de que fueron preparadas con agarimo.