Con la Guerra Mundial dejó de pasar gente extranjera camino del Apóstol, pero en cuanto se pararon las bombas empezaron a reaparecer franceses, alemanes, italianos… De Italia eran los del autocar que chocó contra el paredón de los Molinos y se despeñó hasta el molino del Cojo dando vueltas de campana. Hubo algún peregrino muerto y muchos heridos, los de la Cábila fuimos los primeros en llegar a la ayuda, aunque el pueblo entero vino a arrimar el hombro, todo hay que decirlo. En las dos entradas principales de la ciudad, y una es la de nuestro barrio, están los carteles honrosos que nos hermanan con Orvieto, que de aquella población de la Umbria eran los excursionistas de la desgracia.
La Guardia Civil con su disciplina fue lo más eficaz en aquella confusión de hierros y gritos. Mientras no llegaron los refuerzos de los puestos vecinos y los jefes de la zona, el suboficial Arnoya se multiplicaba con sus hombres, no serían más de media docena, ahora pienso que a lo mejor los paisanos torpes —yo me acuso— en vez de ayudar estorbábamos.
El señor Arnoya es a estas fechas el de mayor edad entre los huéspedes de la residencia de pago. A capitán o así, habrá llegado con los años. Suele estar sentado en la entrada de la residencia si no hace mal tiempo. «Aquí, de puertas», dice cuando lo saludan. Al hombre le han quedado los términos de su profesión.
Al señor Arnoya puede claudicarle la memoria del día y del mes en que estamos y de algunos detalles prácticos, pero en lo referente a la Guardia Civil tiene grabados nombres, planillas, satisfacciones y agravios comparativos, hechos de armas y menudencias de casa–cuartel.
—¿Usted se recuerda del guardia Ramírez? —me dijo no hace mucho, cuando quise escarbarle en sus vivencias de la catástrofe del autocar—. El Ramírez era un número algo grueso de cuerpo para lo que requiere nuestro instituto armado, si eso iba a más habría que plantearle la licencia, pero siempre estaba la esperanza de que perdiese un poco de barriga. Báscula no había, yo mismo inspeccionaba la marcha del asunto, a ver, Ramírez, los agujeros del cinto. Y luego, que el hombre tenía sus valores, mismamente en esa ocasión de los italianos que usted tiene a bien preguntarme.
Al veterano señor Arnoya se le cansaba el fuelle.
—¿Ha visto usted qué día hemos tenido en el parte de la tele? —prosiguió después de un respiro—. Un autocar en Burgos y otro de chicos del colegio por la parte de Alicante. Salen ambulancias, helicópteros; pero casi lo primero van para allá los psicólogos. «Un equipo de psicólogos para atender a los supervivientes y a los familiares de las víctimas». Pues Ramírez, ya ve usted, fue nuestro psicólogo, aunque por entonces ni siquiera se oía esa palabreja. Sin dejar las maniobras prácticas y propias de la situación, que hasta se movía con ligereza, tranquilizaba a los heridos, consolaba, sacaba frases que no se le habían oído nunca y que serían de los evangelios o de hojas del taco del calendario. A los italianos les hacía más efecto que don Eladio y algunos otros curas que llegaron con los óleos, y eso que el guardia Ramírez tenía el habla algo cerrada de la Fornela. Parecía un milagro. Cuando se hizo el hermanamiento con Orvieto, que fueron de aquí el alcalde y el presidente de la Sociedad de Socorros y otras fuerzas vivas, en Orvieto se les quejaron de que el honorable carabiniere Ramírez no formase parte de la embajada.
—¿Y luego, qué pasó con su subordinado? —antes de que el oficial Arnoya respirase peor.
—¡Ah, Ramírez! Que vaya el número Ramírez, ordenaba yo cuando había pasado lo peor de un fuego o la calamidad que fuese. A los afectados les daba mucha paz ese guardia, para mí que era por el tipo algo grueso. Pero no crea usted que era un bizcocho. Si un día había que reprimir, sin pasarse, lo bordaba.