La Orbea del coadjutor

En mi ciudad había chicas guapas, las había en mi propio barrio, pero yo enloquecí por una de Cacabelos. Me atraía lo lejano (veinte kilómetros ida y vuelta) y, sobre todo, lo diferente. Las de allí eran menos esquivas y el pueblo mismo parecía estar siempre de fiesta. El día de San Miguel, en la chopera engalanada de Cacabelos conocí a mi amor (no diré su nombre, por ahí andará cargada de familia), bailamos y me salió mi mayor vicio, que era el de la mentira: me puse años, adelanté la marcha de mis estudios y un poco ennoblecí a mi familia. En los pueblos de la comarca creen que todos los de Villafranca somos marqueses. Pero no la engañé en que me gustaba estar con ella y al final le pedí cita para el domingo siguiente.

—Puede ser que sí y puede ser que no. Tú ven el domingo y veremos.

Por un momento temí que las mujeres fuesen igual de imprevisibles las de aquí y las de allá, pero la de Cacabelos, como si leyera mi pensamiento, me pasó su mano por la cara que ya me afeitaba todas las semanas.

—Anda, bobín, me acompañas a casa y nos despedimos en el portal.

Los días se me habrían hecho eternos si no fueran las gestiones desatentadas para el próximo viaje. Al San Miguel iban camionetas, carros, tartanas, amigos que te acompañaban a la ida y al regreso. Pasada la feria de año, a nadie se le daba por ir el domingo a Cacabelos. La solución era la bicicleta, pero yo no tenía bicicleta y los colegas que la tenían esquivaron el compromiso. Siempre se me ocurrieron las soluciones menos simples, siempre las más barrocas. Por ejemplo, esta de pedirle prestada su bici al coadjutor de la colegiata. «Ya sabes que no lleva barra —me previno el del taller de ese ramo—, las bicicletas de eclesiástico son como las de las chicas, solo que más fuertes». No me pareció impedimento. El problema estaba en inventar para mi excursión una causa moral. Qué cinismo, una causa moral. A los curas los tenía más engañados que a nadie. No es que creyeran en mi vocación, después del intento fallido de reclutarme para el seminario, pero me consideraban adicto, y es verdad que les era servicial, voluntario si había que echar una mano al estandarte en una procesión o ayudar a la misa de un fraile forastero que de improviso se presentara. Estaba bien que me lo pagaran con un favor.

—¿Y ese amigo que dices de Cacabelos, no podría mandarte los apuntes por correo? —quiso salvarse el coadjutor.

Del «Insti» de Ponferrada, los apuntes. Y mi amigo estudiaba oficial. Pero me había quedado corto en el invento.

—Lleva mi mismo curso, pero está enfermo —arriesgué otra vuelta de tuerca—, eso es lo peor. Está en cama y me dijeron que lo mejoraría verme.

El coadjutor suspiró.

—Me la devuelves por la noche, el lunes tengo una visita a Puente de Rey y me harías mucho trastorno.

El coadjutor me entregó la Orbea como si me confiase la Custodia del Corpus. Antes se remangó un poco la sotana y se montó él mismo para comprobar la posición del sillín, tocó los cables de los frenos y suspiró (lo hacía mucho) porque vio un punto que empezaba a oxidarse. Comprobó la horquilla y la dirección. Cuando yo había arrancado con las primeras pedaladas me voceó algo sobre los parches y el tubo de disolución, pero la bici y su montador enfilábamos ya la Portaje, y además, que no sabía ni supe en mi vida solventar un pinchazo o el reventón de una rueda. De todos modos, volví la cabeza para agradecer y vi que el cura trazaba en el aire una cruz, pero no me hice ilusiones, comprendí que bendecía a su máquina.

Ya fuera de las calles silenciosas y abrumadas de escudos, en campo abierto, la Orbea parecía gozar con su propio ritmo, no creo que mi corazón funcionase tan seguro. Marchaba anhelante por ver a mi chica y así seguí durante un trecho feliz, hasta que lo llano acabó y empecé a acordarme de El señor de Bembibre.

«El otoño había sucedido a las galas de la primavera y a las canículas del verano y tendía ya su manto de diversos colores por entre las arboledas del Bierzo».

—Me vais a hacer un análisis gramatical y estilístico —nos decía don Manolo. Desde su cátedra polifacética, o sea desde su camilla con brasero de cisco, don Manolo reconocía que el autor no nombraba a su ciudad y nuestra en toda la novela famosa. Esto ahora no me importaba nada, solo le reprochaba al novelista que en su alabado paisajismo no se hubiera dignado describir las cuestas.

Mi tarea se iba complicando con cinco, diez, veinte cuestas. Puedes haber hecho el viaje a Cacabelos mil veces, pero estar siempre subiendo y bajando, lo peor era subiendo, no lo sabes hasta que tienes que ayudar a una bicicleta. Yo la ayudaba a ella. Ella apenas si me ayudaba a mí. Acercándose a Pieros hay una cuesta que llaman de Revientahombres y decidí que la remontásemos a la par, yo a pie y ella de mi mano. Las penas se me quitaron cuando al coronar el esfuerzo apareció a nuestros pies —no sé por qué hablo en plural: la bicicleta y yo— el júbilo de la villa del Cúa. Sin torres ni castillo feudal ni casonas venidas a menos. Se veía el río marcado por hileras de chopos, la población que se agrupaba alrededor de la plaza, y me esperancé pensando que en la plaza estarían esperándome.

En un apartadijo de la carretera revisé mi atuendo de domingo —camisa de cuello duro con corbata y chaqueta de pana como los ingenieros de la Minero de Ponferrada—, el pelo hacia atrás, aplastado por el fijador. El metal de la bici echaba destellos cuando le daba el sol último de la tarde y hasta pensé que me quitaba protagonismo. Entramos en Cacabelos y fue lo de siempre, que por cualquier ventana abierta, y eran casi todas, salía a la calle el sonar potente de una radio con música de baile.

Y luego, la fiesta central, redonda y alegre de la plaza. El regalo del domingo. La villa donde todos los días es domingo. El altavoz repartía una rumba de la que nunca he olvidado la letra:

Los negros trabajan mucho

de la cintura pa' abajo,

por eso cuando se casan

reniegan de su trabajo.

Mi enamorada era fiel y apareció con un grupo de amigas saludadoras y pispas. A éstas se les vio pronto un gesto cómplice de guiños de ojo y empujoncitos y nos dejaron solos.

—Qué bici tan fetén —dijo mi chica.

—¿Tú sabes dónde podría guardarla?

—Hijo, yo qué te sé, ahí mismo contra una pared de los soportales.

—No sé… —empecé a dudar.

—En Cacabelos no roban bicicletas, te lo digo yo, aquí nadie roba nada.

Arrimé la Orbea a la columna que me pareció de más confianza, porque allí estaba la farmacia con su letrero que acaso se encendiese pronto. Y nos pusimos a dar vueltas, y a bailar, sobre todo bailar. Los discos no eran muchos y la pieza de los negros trabajadores la repetían, cómo no iba a grabárseme en la memoria. Mi pareja era de cuerpo esbelto, delgadita y comunicante. Hubiera sido la mismísima gloria si no fuera la preocupación de la bicicleta, imposible dejar de echarle un vistazo a cada giro que nos marcaba la música. Unos niños andaban por allí jugando y los vi acercarse peligrosamente a mi sagrado depósito, pero los alejaron unos cohetes que tiraban en la otra esquina de la plaza.

Y una vez más:

Los negros trabajan mucho

de la cintura pa' abajo.

Se hizo de noche y el baile iba a terminarse, el poderoso que manejaba el picú tenía la atención de avisar de la última pieza, que reglamentariamente era un pasodoble. Bailamos el Suspiros de España con una emoción terminal. Yo apretaba demasiado y mi pareja se despegó un poco, pero me hizo una promesa: «Tú espera, bobín, me acompañas y nos despedimos en el portal». Y añadió:

—Si supieras qué ilusión me hace que me lleves en la barra.

A esto no dije nada. Con el cese definitivo de la orquesta invisible, apagaron los focos principales y mi chica se cogió de mi brazo, un gesto que me pareció impresionante. Cuando estuvimos junto a la bicicleta, se quedó mirándola con extrañeza, como si antes no se hubiera fijado en su condición mujeril. Yo sentí vergüenza por aquella anatomía incompleta, empecé a despreciar a la Orbea como si ella tuviese la culpa de que le faltase la barra dichosa.

—Es la bici de mi hermana —arbitré para el caso.

—Pues le habrás hecho una faena a tu hermana, igual por mi culpa le estropeaste el plan.

—No, no, qué va. Ella está interna en el colegio y para qué la quiere.

La chica y el ciclista apeado, y la máquina en medio, marchamos un trecho largo. A la chica se la veía tibia. Yo ya odiaba francamente a la intrusa que nos separaba. El portal de los adioses era oscuro y pequeño y había garrafones y cosas de la vendimia. Metí la cosa aquélla y parecía ocupar todo el espacio que quedaba disponible, a cualquier movimiento que hicieras se te clavaba el manillar o tropezabas con un pedal. No voy a dar detalles, lector viciosín, uno no escribe para eso. Pero sí puedo decir que la de Cacabelos era más espabilada que su pretendiente, seguramente me llevaba un par de años. Debí de estar torpe, igual me pasaba de atrevido que me quedaba corto. Al tipo más experimentado quisiera verlo yo esquivando hierros y pinchos. Allí mismo me dieron la nota del examen:

—Oye, verás, no vengas el domingo que a lo mejor voy a un magosto con unas primas de Sorribas. Tú dame las señas y no vengas, no vengas hasta que yo te escriba.

Me parece que estaba cantado. Ni mi palabra empeñada al prestador confiado ni toda la Santa Madre Iglesia pudieron evitar lo que ocurrió en el regreso. Sin testigos en la noche cerrada, ante la amenaza de las pendientes de la carretera, perdí los nervios y empujé a la sobrante para que marchase dando tumbos por un terraplén hacia Valtuille de Abajo. El viaje lo continué a golpe de zapato y descubrí que un hombre que puede andar con sus piernas es el amo de la tierra.

Y que caminando, se puede urdir una infamia.

A primera hora de la misa del lunes estuve rondando la colegiata sombría, y al fin entré. En la capilla del Rosario estaba como siempre el coadjutor, metido en el confesonario que obliga a escuchar y olvidar, incluso si es un crimen que perjudica al propio confesor. No tenía clientela. Leía, con una bombilla encendida. Me acerqué y al verme avanzó la cabeza hacia mí, con ansiedad, como preguntándome ¿qué pasó? Pero yo me arrodillé en el cojín de terciopelo gastado y dije Ave María Purísima, y él suspiró, se recompuso la estola y apagó la luz para escucharme.