El aval

Había un asunto en nuestra familia que me parece como el Guadiana, discurría durante muchos kilómetros, o sea meses y años, enterrado pero nunca olvidado del todo, y de pronto salía a la superficie. Ese río que jamás llegaba a su desembocadura se llamaba la letra de don Eugenio.

Don Eugenio, nada menos. Su casa solar. Las viñas. Viajes a los buenos balnearios. En la misa del Corpus yo me ponía con los hombres en el coro de la colegiata, que otrora fuera asiento de canónigos y prebendados; había un momento muy tenso —yo lo vivía así—, cuando el sacristán mayor pasaba avisando con un susurro a los señores que iban a llevar las varas del palio. Un año, el avisador se saltó a mi padre. A mí se me saltaron las lágrimas. Con don Eugenio no había duda, su categoría lo dejaba fuera de azares. Fue un honor que don Eugenio le pidiera a mi padre una firmita, un puro trámite según el propio director del Banco Urquijo Vascongado.

La letra, o la cambial, o el efecto, y aún hay más nombres que no recuerdo, vencía pero no vencía: se renovaba. Mi padre iba al banco, le tenían consideración y no le hacían perder la mañana, solo un momento. De vuelta a casa, se enfrascaba en el negocio y ni volvía a acordarse, si acaso un comentario trivial a la hora de la comida, la letra de don Eugenio.

El Banco Urquijo Vascongado era una entidad, conque el director de la sucursal no era el dueño del banco, y menos aún los subalternos que en los ratos libres les daban vuelta a los sobres recibidos para poder utilizarlos de nuevo. Todo lo contrario de la Banca, que no radicaba en la plaza sino mirando a la alameda, y era una cosa humana, una alegría. La banquera y sus hijas y apoderadas estaban alrededor de una gran mesa, donde se sentaban los clientes, sin ventanillas ni cristales esmerilados. Yo mismo me sentaba cuando iba a ingresar fondos después de un día de mercado, se hablaba de las últimas novelas, de política (sin demasiada precaución), y una de las banqueras te firmaba el resguardo con una letra picuda y elegante, que más parecía de carta de una novia.

La costurera dejó de tomarme medidas para los calzoncillos, estrené trajes y corbatas, se casó mi hermana mayor con uno de Palencia, obras de mejora en la casa, se casó mi hermana la segunda con otro de Palencia, nuestra juventud estaba llena de inquietudes y de ilusiones, y cada cierto tiempo salía lo de la letra y la fianza.

Era como una música de fondo en nuestras vidas, a veces se tomaba a risa, mi hermano llegaba a casa con permiso de la mili y lo primero que preguntaba era por la gata y por la cosa aquella de don Eugenio.

Con los años, el vocabulario se vigorizaba:

—¿Pero qué coño es lo de ese carcamal, que ya huele que apesta?

Nuestro propio padre, renuente a enfrentarse con un vecino, empezó a declararse harto. El nominal —o el efectivo, lo que fuera— había crecido y seguían creciendo los intereses, las pólizas, las comisiones. Mi padre fue al banco de la plaza, habían jubilado al director, le dieron buenas palabras y firmó una vez más. Yo pensaba que las banqueras de la alameda lo hubieran arreglado como personas, pero es que el Urquijo Vascongado era una entidad.

Ahora el problema es mío. Cuando uno se pone a contar una historia, debe saber cómo terminarla. Yo no sé qué fue de la letra, habrá prescrito, se habrá desvanecido en los viejos libros, borrado en la prensa copiadora de cartas y telegramas. Solo puedo decir que en una de las fases agudas del aval, mi padre que en paz descanse nos habló con solemnidad:

—No prestéis dinero, que es perder el dinero y al amigo. Pero mucho menos salgáis garantes de nadie, una cosa así puede volverte loco.

Me quedé con gana de decir que el consejo sobre los fiadores es de hace muchos siglos, Proverbios, capítulo 11, versículo 15, pero me callé para que no me llamaran sabelotodo.