El protagonista

—Éste es un intelectual —señalaban para mí. Sabía que lo decían con mala idea. Incluso mi familia, parece mentira:

—A ver qué dice el intelectual de la casa.

Me habían llevado al oculista de la plaza, de allí salí con la receta para el óptico y el mote de Cuatro-ojos, que me llamaban los chicos y no debería molestarme, por lo facilón, pero me molestaba. Me fui retirando de los juegos violentos y leía mucho. Para colmo, escribía reseñas en el periódico de la provincia. «Enhorabuena a un valiente como usted que a su edad se atreve a lanzarse a la palestra del periodismo», fue la carta del director cuando me aceptó de corresponsal local. Les enviaba las crónicas previsibles de suntuosas procesiones, los cultos solemnes en la Insigne Colegiata. También la llegada a nuestra villa de virtuosas señoritas o pundonorosos militares.

Un día apareció de visita a su pueblo un personaje que había nacido en una vieja casona, un pintor famoso en medio mundo. El periódico destacó la noticia que les mandé y el pintor se acercó a nuestra casa a darme las gracias. Era un señor fascinante, elegante y bien plantado, y la tienda donde mi padre y mi hermano Pepe atendían a clientes montaraces que regateaban el precio de hoces o navajas pareció llenarse de mundanidad, como si estuviéramos en Roma o en un transatlántico. Al pintor le gustaría hacerme un retrato al carboncillo. Eligió que nos acercáramos a la cuesta de los Tejedores.

Ahora que redacto este relato memorioso, levanto la vista y me enfrento en mi escritorio con aquel retrato, que no me inspira (el modelo) ningún entusiasmo. El pelo aplastado hacia atrás, las gafitas de profesor o de monja, con corbata, americana abrochada, en el bolsillo superior el asomar de la estilográfica. Pero sí estimo la dedicatoria, «A mi joven amigo», con la firma que hoy me pagarían bien en cualquier subasta. El artista me insinuó que a lo mejor podía hacerle yo una entrevista larga.

Volvimos a casa, era el cierre del mediodía y en el momento de la despedida mi madre tuvo la frase habitual de cumplido, «Si usted gusta de comer con nosotros». El aludido lo tomó en sentido literal, y mi madre apurándose, mantelería limpia, la vajilla de la fábrica de San Claudio. Cuando tuvo puesta la mesa, mi madre debió de acordarse de que al invitado no le había enseñado la casa. Era un rito, cuando alguien venía por primera vez. Mi madre iba guiando, abriendo puertas y alacenas, mostrando las habitaciones como si lo nuestro fuera una mansión. Lo propio, entonces, era que el visitante alabara la altura de los techos. Pero el pintor no siguió la costumbre, un par de veces miró su reloj.

Había carne con tomate, era una carne de segunda que mi madre convertía en sublime —te recuerdo, Claudia— poniéndola a la riojana.

Al artista famoso le gustó el guiso, le gustó la empanada de sardinas, que estaba prevista para la cena y hubo que adelantarla. Después de la empanada, mi madre registró la fresquera y fue trayendo las reservas, un jamón recién encetado, embutidos, conservas de Vigo. El invitado alababa y comía.

Mi padre en sus adentros se cagaría en la leche. Pero dijo:

—Maestro, es una gloria verlo comer, así se conserva de bueno y que sea por muchos años para honra de nuestro pueblo.

El pintor ni por un instante desatendía el plato, pero con finura, sin glotonería aparente, y al mismo tiempo nos contaba su vida apasionante en París, en la Costa Azul, en Roma había tenido casa y estudio en el barrio del Trastévere.

De postre hubo cerezas picotas frescas. También unas guindas en aguardiente. A mi madre, ya embalada, le pareció poco.

—Pepín, hijo, acércate a la tienda de Irene por unas mantecadas.

Era yo el que hacía los recados, el pequeño de la casa, y por eso el más dócil. Pero mi madre me vería fascinado con el artista universal y esta vez quiso ahorrarme el desdoro. Mi hermano mayor se encogió de hombros, se levantó con pereza y lo vimos obedecer. Los dos hermanos nos llevábamos bien, pero él era descuidado y vividor, mientras que yo me ponía caviloso por nada y menos. Yo, torpe con las manos. A él no se le resistía ningún artilugio, en la tienda armaba rápido una linterna para que saliera alumbrando, conocía toda la cerrajería de Mondragón, y para sus escapadas tenía el gancho infalible de la guitarra. De libros, nada. Bueno, de libros, poco. Solo los que guardaba con llave en la cómoda de su cuarto, bien sabía yo de qué trataban esos libros.

El invitado exhibió una ocurrencia. Coges una mantecada de Astorga, apretando con la yema del dedo le haces un pequeño nicho en el bizcocho y lo llenas de vino dulce. En Montmartre no todo era vino y rosas para los artistas, a veces las pasaban moradas; por ejemplo, una pintora española amiga de nuestro paisano, aquella mujer vivía pobremente y apenas comía, entonces no se me quedó el nombre y ahora puedo suponer que fuera María Blanchard. Los nombres de Picasso y Rusiñol era la primera vez que los oía.

—Pepín, hijo, vete por café molido del mejor que tenga la señora Irene.

Con el café no pegaban nada las penurias de la bohemia y el pintor habló de buenos hoteles y casinos de juego y lo bien que vivían algunos escritores llegados de América como Rubén Darío. A éste si lo había oído nombrar yo. El profesor nos recitaba en clase «Los motivos del lobo» y yo sabía la poesía de memoria.

—¿Y conoció usted en persona a don Rubén Darío?

El invitado hacía pausas que lo realzaban todavía más, lo llenaba todo.

—Y más que conocerlo. Algún día podré enseñarte una cabeza suya que tomé en el café Royal sobre un papel de fortuna donde él añadió unos versos y esa sublimidad no la doy por todo el oro del mundo.

Con esto siguió hablando, y yo escuchando, de poetas y de libros; el pintor sabía mucho de las vanguardias que estaban revolucionando la literatura por todo el mundo, también dijo lo bien que se llevaban los del pincel y los de la pluma. Mi madre estaba a rematar bien el compromiso. Mi padre daba algunas cabezaditas, tosconeaba. Pepe aprovechaba para fumar con parsimonia, como quien mata el aburrimiento. Fumaba y de vez en cuando me miraba entre la burla y la pena, era una sonrisita que yo le conocía bien, mi hermano nunca entendió que leer diera más gusto que vivir.

El convidado ilustre tenía sed —seguía picando en las guindas borrachas, «a ver una última mantecadita»—, y que a lo mejor quedaba por allí alguna bebida fresca. Mi madre, con timidez, recurrió al recadero paciente para una botella de sidra achampanada, en el bar del barrio las tenían metidas en hielo. Ahora pienso que mi hermano, que no había piado en toda la comida, es el verdadero protagonista de esta historia. Cogió el dinero y esta vez se marchó para la plaza, encontró a un camionero del pescado que lo llevó a La Coruña y allí se pasó un par de días con amigos y la guitarra.