Por entonces no había leído a Verlaine, pero bien que lo hubiera sabido entender: les sanglots longs des violons de l’automne.
Y sobre todo, la lluvia cayendo en mi corazón, lo mismo que sobre la ciudad.
Hay una cosa más deprimente que la lluvia y es la humedad de la lluvia pegada al cuerpo. Y los zapatos mojados:
No hay nada más cansado que el rostro de un domingo
si son las cinco de la tarde y llueve,
no hay recuerdo más triste que el de los soportales
y la humedad calando la suela del zapato.
Esto lo escribí de mayor. Está en un poema que se llama «Consolación a Claudia», y no le han hecho mucho caso, si eres un cuentista aplicado no van a alabarte también como poeta, las dos virtudes no.
Una mañana de marzo salía a hacer recados y toda la fealdad que pueda caber en el mundo tenía forma de aguanieve y cierzo, de perros lúgubres y papeles y cartones revoloteando en la calle sin encontrar asiento. Al pasar por los ultramarinos del señor Pepe el de Irene, el viejo tendero me dio en cuatro palabras una idea que algunas veces recuerdo para confortarme a mí mismo:
—Qué día, rapaz, qué día para estar en la cama con la hija y comerle la matanza al padre.
Un ideal codiciadero para un hombre. Imaginen. El viento y la lluvia racheada azotan vanamente la fortaleza de la alcoba y tú le dices a la mujer que te calienta la cumplida cama: pásame unos chicharrones de casa, o un poco de morcilla o de picadillo, quizá las filloas hechas con la sangre del gocho, y bajo la manta encubridora tienes confianza para decirle échame la pierna por encima.