Una pipa, una barba blanca, una capa flotando al viento aunque no haya viento, tal es el fantasma del poeta don Antonio Carvajal cuando tiene a bien revisitarme. Cuando lo conocí viviente era ya muy mayor (quizá más joven de lo que yo soy ahora), y con él cobraba prestigio nuestro pueblo, ya quisieran villas y aún ciudades presuntuosas de la región semejante gloria de carne y hueso, mucho más hueso que carne.
Fui a verlo a su casa de la calle del Agua, que tenía dos andares unidos por escalera interior y empinada y un reloj que con su compás, más que medir el tiempo, casi lo detenía. Iba a darme una carta y se eternizó escribiéndola con plumilla de acero montada en palillero de asta, y luego secó la tinta con polvos de salvadera, el papel secante lo repudiaba el poeta tanto como los modernos versos sin rima. Por si no hubiera echado tiempo en la ceremonia, me retuvo para preguntarme qué autores nos enseñaban en el bachillerato, y el porqué de mi afición literaria. Me animó a seguir y dijo que la poesía es una llama que se van pasando las generaciones, que otros poetas después de él y de mí saldrían en nuestro pueblo. De detrás de una fila de libros sacó una botella que me pareció clandestina, me llenó de moscatel un vasito y se sirvió el suyo. El vino era rico. Pensé que a él le sabría todavía mejor, con aquella pipa olorosa que no dejaba de fumar. Pero de ofrecerme tabaco no dijo nada.
Terminamos siendo amigos a pesar de la zanja de años que nos separaba. Yo lo veía como un señor independiente y contradictorio, caballero refinado si no le daba por andar descuidado y bohemio, cantor devoto del Cristo de la Esperanza y al mismo tiempo anarquista. Los más memoriosos del pueblo hablaban de sus aventuras de juventud. Había una borrosa leyenda de sus tiempos de estudiante, cuando en un colegio de frailes —¿jesuitas?— se había agenciado el libro con la regla secreta de la Casa y hasta la sierra de Cervantes vinieran los damnificados a buscar al prófugo, a requerirlo y excomulgarlo.
Bueno, lo que más quiero decir es que todos los días del año don Antonio Carvajal venía a nuestro barrio. En la tienda había una sola silla con respaldo, «la silla de don Antonio». En casa se recibían El Diario de León y Las Riberas del Eo, éste era un semanario culto de Ribadeo, en los dos periódicos le publicaban a don Antonio sus sonetos, que debajo del título ostentaban la palabra «soneto». El poeta desplegaba el periódico, comprobaba y leía para sí sus versos, y luego, si no había apuro en la tienda los leía en voz alta a quienes quisieran oírselos. Todos querían. El hojalatero —«Saneamiento y calefacción»— dejaba el taller y venía a escuchar. El barbero antiguo se había jubilado y estaba ocioso de continuo. El sastre, paredaño con la ferretería, venía solo un momento, raramente levantaba la vista de su tarea, y no era por avaricia sino por dar ejemplo a sus aprendices y oficiales, que acudían de los pueblos del circundo y terminaban hablando —o sea, callando— y peinándose para atrás como el maestro de corte.
El sastre se llamaba don Leonardo. Había aprendido en Cuba, tenía una mirada emigrada y lánguida que se transmitía a sus vástagos. Si yo no amase tanto las palabras, traería aquí lo de que una imagen vale más que cien palabras, lo digo por la figura ahilada del poeta Carvajal en una tarde de otoño favorecedora del misterio. Pronto se encenderían las bombillas del alumbrado público. El poeta estaba a la puerta de nuestra tienda y por delante pasó una niña del sastre Leonardo Mestre. Una niña pequeña, aunque no sé calcularle los años. Don Antonio Carvajal Álvarez de Toledo se fijó en ella y la detuvo. La niña no se asustó demasiado y miró al señor de la capa con los ojos heredados, del color y la liquidez del mar. Entonces el vate, el que vaticina, posó sus dos manos largas y huesudas sobre la cabeza de Esperancita, tantos años antes de que la niña pudiese ser madre, y allí las demoró. El gesto me conmovió sin saber por qué, y ahora no es ningún mérito hablar de una anunciación.