La pirotecnia

Aquella vez que tuvimos santa misión se agudizó la represión contra las parejas, y aún siguió cuando se hubo ido el comando de los redentoristas. Podían multarte y, peor aún, podías salir en el periódico. Los palcos y las plateas del cine perdieron su inmunidad. Los novios formales que paseaban por la plaza apenas si se atrevían a ir del ganchete. Había que salir al campo, la naturaleza era más acogedora. Incluso los guardabosques lo eran, o las ruinas de un monasterio, o un prado si se burlaban las alambradas de espino.

Yo tenía un plan, el primero de mi vida, y aspiraba a tener un refugio. O sea, una llave. Soñaba con llaves. La llave de la cabaña de una viña, la de un horno abandonado o un pajar. Al amigo que me parecía más abierto se lo conté y me dijo que era lo más fácil del mundo:

—Te llevas las del depósito —se alzó de hombros Polín, el Asturiano—, pero ten cuidado allí dentro, ya sabes que es material delicado.

Era más de lo que hubiera podido esperar. Se salía por la carretera de Puente de Rey, hasta la revuelta en que cogías un camino corto que bastaba para un carro o una camioneta. Allí en el estribo del Malvís estaba la construcción del padre de Polín. El señor Leopoldo de Turón tenía la representación y depósito de una pirotecnia de Asturias que abastecía las fiestas de nuestro entorno, y él mismo acudía a los pueblos para el montaje y disparo. Ahora mismo, andaría haciendo los Corpus. Yo había estado en el almacén con mi amigo. Era emocionante. Las cajas guardaban los productos, todavía inertes, que en el cielo se convertirían en fuego y luz y movimiento. El propio Polín se dedicaría un día a ese ramo que pasaba de padres a hijos, y con misterio, como si la pirotecnia fuese una religión secreta. Polín el Asturiano sabía que me gustaban los términos. Me explicaba que en Carracedo, por ejemplo, preferían para el San Benito los voladores de torbellino y mucho trueno, mientras que en Fabero, que es gente minera, pedían los más románticos y de cabellera de púrpura. El almacén tenía cerradura y candado, y en la puerta una chapa metálica con calavera y la palabra ¡Peligro! De verdad que era emocionante, el gusto de estar y que al mismo tiempo se te pusiera carne de gallina.

Con S (no voy a cantar su nombre) salí el domingo a pasear por la carretera. Desde fuera se nos veía, o eso creíamos nosotros, como un par de inocentes amigos de la Naturaleza, coleccionistas de plantas o mariposas. Nos habían hecho hipócritas. Ella y yo sabíamos lo que buscábamos, pero ni entre nosotros mismos nos dábamos por enterados.

Bueno, esta vez S no sabía el regalo que tintineaba en mi bolsillo. Pero con el peso de las llaves sentía yo una desazón, se ve que no hay felicidad completa. Las veces que había ido con Polín, él se encargaba de abrir, de que todo estuviera en orden y que al final quedara bien cerrado. Ahora la responsabilidad era mía. A S le dije que mi amigo me lo había encargado, que mirara si había alguna novedad en el depósito.

—¿No te importa, verdad? —le pregunté a la chica.

No, a ella no le importaba. Incluso le intrigaba aquel sitio que en nuestro pueblo se veía con aprensión. Tardé algo con el candado, se abrió el portón y entramos. Teníamos el lugar y todo el tiempo para nosotros y no quise parecer ansioso. S curioseó por allí, por fuerza tuvo que leer los letreros de precaución, y mientras, salí a comprobar que no había testigos de nuestro ocultamiento prometedor de delicias. Yo sabía el calor de la boca de S. Nunca he sentido una boca que ardiera como la de mi socia de aquel tiempo de turbaciones. Y ella sabía lo que yo sentía. No solo por los besos atropellados que en un portal o en atrios oscuros nos dábamos, también porque aunque hablásemos de la zarzamora y otras plantas rosáceas, yo la miraba derecho a sus labios de brasa.

Volví pronto al interior y no pude contener un grito, a lo mejor hasta es un peligro gritar fuerte en un sitio como ése. S estaba muy sentadita en una caja que ponía Gran Dalia, que es la reina de las ruedas de fuego, la tía con una cerilla encendida y a punto de prender un cigarro clandestino. Me tiré sobre ella, sobre el cigarro y sobre la llama sacrílega, a quién se le ocurre en el sanctasanctórum de una pirotecnia.

La cogí por un brazo y le dije:

—¡Venga, nos vamos!

Debió de parecerle excesiva mi furia, me miraba extrañada y también divertida, con aquel mohín invitador de su morrete. Pero no me hacía gracia la idea de salir volando por el aire, y además se me había bajado el ánimo.