El viajante que no porfiaba

Por la estación de letra pequeña y subsidiaria en el mapa de los ferrocarriles, no pasaban los trenes prestigiosos. La carretera nacional, que tenía su kilómetro cero en la Puerta del Sol y se alargaba hasta el Finisterre, cruzaba por nuestro barrio, pero casi todo eran camiones pescaderos zumbando para no perder la fecha, mataban gallinas y a veces alguna criaturita. Venían los viajantes, éstos sí, y en sus saludos esperanzados y en sus muestrarios nos visitaba el mundo. Daba un poco de lástima que las cubetas con catálogos y muestras les pesaran tanto. Los porteadores que descargaban las sacas de harina en el horno de enfrente manejaban sus cien kilos como si fuesen una pluma, estaban hechos para eso, como el carretero que nos traía a la tienda las gravosas cajas de puntas de París, pero los viajantes eran señores con chaqueta y corbata, casi siempre señores mayores.

Les conocíamos sus nombres y sus costumbres invariables. Don Benito Ríos pellizcaba la hogaza si venías de la panadería o te quitaba un trozo de pan con mantequilla cuando te pillaba merendando. «¡Este don Benito!». Cuiñas cambiaba mucho de representada, él decía la Firma, «La Firma no me valoraba», este viaje traía a Carbajo de La Coruña y en el siguiente unos reclamos para cazadores, una vez dijo traer guadañas importadas de Austria que resultaron inexistentes y pidió diez duros prestados, mi padre se cagó por todo lo alto cuando supo el engaño, pero Cuiñas volvió regalando almanaques de propaganda, y como si tal cosa. Y el de la Vasco. El señor Arteta el de la Vasco tenía una niña que estaba del pulmón y viviendo junto a la ría de Bilbao, esto último era lo peor, nos lo decía en la galería de la trastienda bañada del sol del mediodía y todos nos sentíamos culpables. Era difícil no comprarles algo a los viajantes.

—Para justificar, don José, aunque sea una notilla de nada, para justificar.

Mi padre se resistía, alegaba la crisis —siempre la crisis— y que estaba a tope de existencias, podía ocurrir —ocurría— que estuviera sin desembalar el pedido de la vez anterior. Si no bastaba —y no bastaba nunca— paseaba al viajante por el almacén de depósito, lo bajaba al sótano, le hacía palpar los fardos o los atados de calderos o lo que fuese. Una vez lo vi terrible, cogió al viajante de turno por las solapas como si fuera a sacudirle. «Venga, vamos, le haré una notita pero que la demoren unos días».

El viajante marchaba con su pedido, como unas pascuas. Mi padre se quedaba rabiando y las daba contra mi madre. Para colmo, el lance podía coincidir con la llegada del cobrador del Urquijo y su mazo de letras a la vista. Más de una vez el viajante no habría llegado a la estación y ya mi padre franqueaba la carta a la Casa anulando el pedido.

Dos o tres años estuvo viniendo un viajante distinto. Era joven, mis hermanas decían que guapo, quizá padecía del hígado porque en el blanco de sus ojos tristes y hermosos le habían notado ellas un matiz amarillo. Estarían enamorándose del chico. Lo raro del viajante joven, no recuerdo su nombre, es que no insistía ni apremiaba y eso que solo pasaba dos visitas al año. No hablaba de su familia ni enseñaba fotografías. Traía un muestrario de chicha y nabo, espumaderas de aluminio, pinzas de colores para colgar la ropa, cosas así. Con eso, poco había que hacer. Él mismo parecía reconocerlo, se sentaba en una banqueta esperando el momento para no molestar. Una vez pidió un poco de agua y no se le dio el botijo como a los viajantes de siempre, vino mi madre con un vaso en platillo y una servilletita. Por fin, en la quinta o sexta de las visitas mi padre le dejó desplegar toda la oferta y no era tan desaprovechable, le hizo un pedido bastante bueno y el vendedor lo agradeció con finura pero sin entusiasmo.

Pocos días después, se supo que el viajante distinto había fallecido «en circunstancias extrañas» en la fonda de la estación de Venta de Baños. Una de mis hermanas, sin mala intención, le preguntó a mi padre si acaso le había anulado el pedido al muerto. La respuesta saltó fulminante pero no llegó a consumarse, la mano alzada se detuvo en el aire, sin llegar a la cara de la habladora. Mi padre juró que este pedido lo había hecho con ganas de que lo sirvieran, y todos nos sentimos mejor.