Del paso de los años nos habla la desaparición de los testigos. Cuesta trabajo encontrar a un hombre o mujer que recuerde los oranges La Higiénica junto al fielato, o en la calle de Pradela La Cepedana, fábrica de jabones y lejías, conque más difícil es lo de doña Celina, que no queda ni una piedra de lo que fuera su casa.
Era viuda y no había tenido hijos. Mostraba un carácter frescachón como sus escotes abundosos y le gustaba tratarse con la gente. Solo por esto puede uno explicarse aquel tenducho en la Alameda Baja, entre la colegiata y los Guillermos. Compraba un paquetón de café en el almacén de coloniales y lo despachaba en porciones que molía a la vista del cliente. De caramelos de malvavisco traía diez kilos de la confitería principal y luego los menoreaba, cuatro caramelos dos reales.
Yo acechaba la pequeña tienda, entreabría los canutillos de la puerta, que defendían de las moscas, y si no había algún cliente entraba y compraba una pequeñez, por ejemplo castañas pilongas. Demoraba mi estancia lo más posible. Ella me atendía con una sonrisa sabedora. Si empecé mirándola en su conjunto con disimulo, luego fui creciendo en el atrevimiento y seleccionaba sus pechos, o sea sus senos. Por entonces hablábamos así de fino.
A doña Celina le gustaba contar y que le contaran, lo mismo que me gustaba a mí, de manera que empecé a ir sin necesidad de hacer compras. Ella quería saber de mis estudios, de mis amigos, y a ver si me gustaban las chicas. A cambio, me contaba las peripecias que había vivido en nuestras Posesiones, en Guinea, no sé, cuando su marido era administrador de una maderera y ella podía tener criadas nativas y hasta un criado.
—¿Quieres ver fotografías de lo que era aquella España? —apartó el cortinón interior que había al fondo de la tienda, una especie de tapiz con palmeras que siempre tenía echado.
Las fotos, en marcos con cristal, mostraban playas, arbolados, un barracón con un cartel que decía: «Oficinas». Algunas fotos eran escenas en que estaba el contable, vestido de traje blanco y con sombrero de misionero o explorador. En nuestro pueblo se sabía que el empleado maderero procedía de la montaña de Oencia, que doña Celina era más joven y de muy al sur, para mí que mulata. Al maderero los médicos le dieron pocos meses de vida si seguía en aquellos climas, vino el matrimonio y se instalaron, pero ya era tarde. A la muerte del hombre la viuda puso la tienda. A todos les parecían vidas corrientes. A mí me parecían exóticas y novelescas.
—Si alguno te interesa, te lo llevas —me dijo la mujer cuando después de las fotos miré para los libros, colocados en una repisa del cuarto, que no se sabía si era trastienda o ya el comedor de la casa—. A mi pobre Dositeo —suspiró— ya no pueden alegrarle el ánimo.
Al primer vistazo valoré la propuesta inesperada. Del conjunto de títulos sobre aduanas y transportes fluviales y algo sobre enfermedades del trópico, separé un libro educativo y una novela. Para temas del sexo el olfato no me engañaba. De la novela recuerdo el autor y el título: Joaquín Belda, La Coquito. La obra didáctica no era gran cosa, los vicios nefandos en el imperio romano, pero me enseñó la palabra méntula, una preciosa referencia al miembro viril que no he vuelto a oír en mi vida. Una digresión puede arruinar un relato. Que lo arruine. El latinista Eduardo Otero Pereira me rastrea el término, parece que ni Cicerón ni San Agustín se percataron de su belleza, menos mal que Catulo y Marcial sí le sacaron provecho. El Lateinisches Etymologisches Wörterbuch de Walde-Hoffmann (Heidelberg, 1954), siempre según Otero, apunta para mentula, —ae orígenes que pueden relacionarse con la afrodisíaca menta; con los verbos batir, frotar; con palabras que significan despuntar, sobresalir. Lo propio del caso. Pero volvamos a la Alameda Baja, aquellas lecturas del señor Dositeo que en paz esté, más el calor y la ociosidad del verano, me llevaron a pensar mucho en la viuda. Sobre todo entre las sábanas frescas a la hora de echarme la siesta, los pechos de la viuda.
—No me explico lo que tienes tú que hablar con esa mujer —me dijo mi madre, mi padre era más simple y con poca malicia.
No le podía decir a mi madre lo que hablábamos. Ni a nadie. La viuda del oficinista de la caoba y el palo rosa se había dignado a complementar mi sexualidad autodidacta. En África el disfrutar de los cuerpos era asunto fácil. Y sobre todo: las mujeres llevaban los pechos al aire, eran como frutos grandes del trópico.
Un día la ayudé a colocar en tarritos los caramelos que le habían traído del proveedor, esto fue detrás del mostrador, y ella me tocó las piernas y fue subiendo la mano por dentro de la pernera del pantalón, pero debió de ser con una intención moral:
—Deberías decir en casa que te hicieran pantalones largos o por lo menos bombachos, no es decente que vayas por ahí con estos pelos en las piernas.
Ningún otro contacto físico volvimos a tener, solo conversaciones. Doña Celina conocía muy bien mi obsesión, el cogollo de mis inquietudes. Me habló de la asimetría:
—A lo mejor te gusta saberlo. Las mujeres nunca tenemos iguales el pecho derecho y el izquierdo, lo mismo que vosotros los hombres, si te observas, tenéis disparejas las pelotitas. Pero me parece que eres muy joven para aprender de seguido estas naturalezas.
Pero no tardó en decidir que el alumno podía pasar al curso siguiente.
—Te voy a enseñar algo que no viste el día de las fotografías y los libros —decidió una tarde de canícula de agosto en que por la calle no asomaba un alma, y ya estaba ella entreabriendo el cortinón colonial que daba paso desde la tienda a la intimidad de la vivienda.
No, no, eso no lo había visto yo nunca, la mujer que se planta en medio del cuarto y mirándome derechamente se saca entero un seno, qué seno ni qué leches, una teta enorme que sostenía con sus dos manos apuntándome con el pezón oscuro, ¡Manos arriba!, obedecí por instinto, como si alguien con un revólver hubiera gritado realmente la orden.
Nunca me vi más ridículo. Así se me quitó la manía de la cantidad, ahora me gustan las modelos más planchadas de las pasarelas.