La Parroquial Berciana no era una de esas hojas parroquiales de culto y clero, es verdad que traía el evangelio del domingo y anunciaba triduos y novenas, pero más podía leerse como un semanario de cultura y entretenimiento. Si los colaboradores habían fallado, el director —Casa Rectoral, calle de Santa Catalina— echaba mano de don José María Gabriel y Galán y metía una «Flor escogida». Pero era muy raro que las firmas fallasen, la ciudad estaba bien abastada de literatos.
Debían de sentirse muy anchos aquellos señores que el sábado entraban en doscientas o trescientas casas con sus versos o prosas. A mí me gustaban más los versos. La gloria del poeta no es que a uno lo lean en Madrid; mejor donde te conocen y te ven por la calle.
Todo el tiempo que podía me lo pasaba en la imprenta y librería, sin estorbar, sentado en un rincón sobre una banqueta. Me gustaba mirar el laboreo del impresor y de los cajistas. Lo poco que hablaban eran términos del oficio; los cíceros, el cuerpo de letra, las versales y versalitas. Con paciencia y algo de hurañía, iban componiendo los moldes. Me fascinaba verlos escoger los tipos, y no digamos los adornos. Había cajas con grecas y fileteados, guirnaldas, letras capitulares para el empiece de lo que fuera, todo este material venía de la Casa Richard Gans y con arte se hacían combinaciones preciosas, mayormente para realce de las poesías de Bálgoma, Carvajal, De Llano y Ovalle, los pesos pesados, como si dijéramos.
En mis bolsillos había poesías para llenar varios números de La Parroquial, y algo le insinué al impresor, que era mi tío y además padrino.
—Un periódico es algo muy serio y tiene sus conductos reglamentarios —me dijo. Jamás me había dirigido tantas palabras juntas.
Me puse a mandarle mis cosas al director —Casa Rectoral, etcétera—, y así empecé a conocer las ansias del colaborador espontáneo. En mi caso, no había que esperar a la salida de la publicación. Con disimulo miraba los moldes de plomo, y nada. Pero una vez debí de descuidarme, o estaría de exámenes, iba de tarde para casa y una señora de la plaza me dijo que así deberían ser todos los chicos, hacer poesías y no trastadas. Me hice el indiferente. Empezaban a caer unos goterones de nube de primavera y pude apretar el paso, luego eché una carrera descarada, las escaleras de casa las subí sin aliento y me sorprendió como un insulto la normalidad familiar, mis hermanas andaban a lo suyo, mi madre en la cocina, nadie me dijo una palabra. Y el objeto de mi deseo estaba allí, abierto, desplegado sobre la mesa camilla de la galería.
La gran visita de Pentecostés (Santo Evangelio de mañana).
Los Trece Martes de San Antonio.
El ferrocarril a Ribadeo, un sueño que nos asoma al mar.
Salutación al estío.
Necrológica…
Y al final, avasalladas por el poderoso anuncio de Saneamiento y Calefacción, mis décimas o espinelas.
—¿Pero qué le pasa a este chico? ¿Es que no vas a cenar? Con lo contento que deberías estar —al fin se habían enterado—, verte en La Parroquial a tus años.
Era como una desgana, redonda del cuerpo del ocho y, sobre todo, los versos a palo seco, sin orla ni nada.