En los veranos me llevaban a Portugal. Era hermoso marchar al extranjero, cruzar una frontera. Se decía que si un perseguido por la Justicia alcanzaba la raya y llegaba a poner un pie en la otra parte, aunque fuera un solo pie, ni rey ni papa podrían meterlo preso. Y que si a mí, sin ir más lejos, me maltrataran en Portugal, España declararía la guerra. Este ejemplo tenía poca base, porque yo mismo había leído que Portugal era la paz para todos los hombres, para campos y caseríos adormecidos, aunque también novelas con amores de perdición y al criminoso lo juzgaban en la Audiencia de la provincia y luego venía la cárcel muy severa.
Por los inviernos estaba ocupado con las clases y esas cosas no me ocurrían, de manera que no imaginaba lo que pudiera ser el calor de la chimenea en la casona familiar de Tras-os-Montes. En julio y agosto la quinta del tío Duarte Pereira y de la tía Guiomar era una fiesta de verdor, y el tío usaba una bata de seda fina en sus largas horas de biblioteca, y para fuera del sagrado de los libros se ponía traje blanco colonial, y para los paseos sombrero de paja. Me posaba su mano muy blanca y alargada sobre la cabeza: «Gusto de que você venga a vernos»; y a la tía Guiomar: «A este menino de nuestra sangre, aunque sea de parentesco lejano, parece que le gustan los libros y las cosas de la familia». También se lo decía a las visitas, había tardes que en la veranda de delante tomaban refrescos el señor Obispo o el Gobernador Civil, o compañeros del tío en la Asamblea de diputados de Lisboa. Yo estaba orgulloso de tener tan cerca a señores así, y que a mí me hablaran como si fuera persona importante. Ellos se decían Vossa Excelência. Alguna vez, incluso, les recité poesías:
Quizá al pasar la virgen de los valles
enamorada y rica en juventud
por las umbrosas y desiertas calles
do yacerá escondido mi ataúd,
irá a cortar la humilde violeta
y la pondrá en su seno con dolor,
y llorando dirá: «¡Pobre poeta!
Ya está callada el arpa del amor».
Me miraban con respeto cuando les dije que el autor, don Enrique Gil y Carrasco, era paisano mío, había una puesta de sol melancólica en el horizonte de la quinta, y el sonar del agua en el chafariz del jardín.
Pero nada tan hermoso como el sentimiento profundo de la familia, tener familia en dos naciones distintas.
Es verdad que los de nuestro pueblo éramos la rama modesta de los Pereira. Mi padre trabajaba el hierro. Unos primos míos hacían farolas para las verbenas y globos grotescos, y otros primos repartían los periódicos. Pero yo no me acordaba de nada de eso en la mansión del Fidalgo de Santa Rosa, que así llamaban al tío por aquel contorno, y el tío portugués no tenía descendientes y a saber si andando el tiempo.
Lo que sí atesoraba el Fidalgo era ascendientes de mucho tiempo pasado. Me asombraba que fueran también míos, en el árbol genealógico se remontaban los Pereiras hasta la batalla de las Navas de Tolosa.
«¿Y qué me dice você de nuestro don Álvaro González Pereira, el Gran Prior de San Juan de Portugal que con distintas mujeres engendró treinta y dos hijos? ¿Y qué del Nuno Álvarez Pereira, sin cuyos consejos no se hubiera ganado la gloria de Aljubarrota? Y perdone lo de Aljubarrota, que você es de los derrotados de Castilla».
El tío Duarte se pasaba las horas en estas cuestiones. La biblioteca estaba muy fresquita y él bebía agua de Vidago con azucarillos, como Ega de Queiroz, pero a veces se acaloraba porque un heraldista había invertido equivocadamente los esmaltes del escudo de la Casa y lo que es campo de plata lo pone campo de gules.
Todo esto de Portugal se me ocurría a mí con los calores que le ablandan a uno la sesera. Yo leía en los Paúles de mi pueblo el diccionario de apellidos, novelas como La ilustre Casa de Ramírez, luego iba al río con los otros chicos y como era el más torpe me hacía el apartadizo, el sentarte a mirar cómo corre el agua te da muchas fantasías y toladas.