Apariciones

Si por entonces hubiera cirugía estética, oculistas que con una operación corrigieran la mirada aviesa, el Torvo de la calle de Redoniña se habría evitado muchas injurias que recibió en la vida.

Parándose a pensar, al Torvo no se le conocían desmanes, tampoco blasfemaba más de lo corriente, pero una visual como la que te echaba ese hombre teñía sus palabras o sus silencios de una amenaza. Dice la gente que quienes tienen esa condición en los ojos «miran contra el Gobierno». Alguien debió de decir —eran tiempos muy raros— que el Torvo miraba contra la comandancia.

—A ese pájaro me lo pasan por aquí —mandó el comandante, que era forastero y no conocía al Torvo. O peor si lo conocía solo de vista.

No necesitaban ir a detenerlo. Le hicieron una citación verbal y el citado se presentó en las dependencias sombrías con el pitillo en la boca, como si lo hubieran llamado para sulfatar una viña. Por poco que la autoridad se informase, tuvo que saber que el Torvo amedrentaba en los mítines pero no había hecho mal a nadie; que a su manera anárquica, era un individuo útil para la comunidad; que se arriesgaba en las defensas cuando las crecidas del río, lavaba el interior asfixiante de las cubas, se prestaba a vagos oficios que nadie quería. Yo mismo —pero yo no era nadie— hablaría bien si me preguntaran. Le tenía aprensión al personaje, lo evitaba si me lo encontraba en la calle, pero años atrás, siendo yo muy niño, un perro grande y terrible me acosaba a la salida del colegio y el Torvo me vio, luego miró al perrazo y el animal escapó corriendo.

Al Torvo lo tenían arrestado en la cárcel que parecía una cárcel de pega, igual en dos o tres días lo ponían en la calle. Una noche lo sacaron en una camioneta, diciéndole que iba trasladado para la cárcel de Orense. Lo llevaban en la caja abierta de una Chevrolet, sin darse cuenta de que aquel hombre era fuerte y con muchos recursos. A lo mejor iban de verdad para Orense. Al pasar el puente sobre el Valcarce, que venía cumplido de agua, un cuerpo escurridizo y ágil como un pez saltó de la camioneta al río, los armados sacaron sus armas, pararon el vehículo y enloquecidos empezaron a disparar en la noche oscura contra las aguas revueltas, contra los cañaverales de las orillas y hasta contra las piedras del pedregal.

Luego fueron varios días de exploración y búsqueda que a los chicos nos encantaron. Para nuestros adentros, deseábamos que al Torvo no lo encontraran, igual que nos decepcionaban los incendios que se apagaban pronto. Registraron las márgenes del río, el terreno que rodea los altos muros del convento, entraban en las casas colindantes, en los pajares, en las bodegas. El responsable de la conducción era del pueblo y le metieron el paquete:

—¿Pero es que el preso no iba esposado o debidamente sujeto?

—Atadas las muñecas lo llevábamos, mi comandante, pero de repente se le vio suelto, yo mismo me lancé sobre él pero le dio tiempo a trazar con su mano un signo y ya estaba volando por el aire, ese hombre tenía pacto con el diablo.

—¿Y no sería que se santiguase?

El responsable, pensativo:

—Si era santiguación, todavía peor, porque sería burla, un garabato de burla.

Tales cosas se oían. Y lo que más corría es lo de «¡Échale un galgo!»; que el Torvo andaba ya con los huidos del monte; fantasías. Unos lo habían visto sacando agua del pozo del Santo, para beber; otros, en tal aldea, robando gallinas que se dejaban atrapar con espanto. Cuando las lenguas lo situaron en la raya con Asturias, camino del Gijón republicano y acaso de un vapor para América, el Torvo y la mirada del Torvo fueron pasando al olvido.

En la vida hay más cosas; yo mismo puse mi atención en otros asuntos. La guerra iba a terminar y estrené ropa y una manera distinta de considerar a las mujeres. A las compañeras de clase las veía rellenitas de carnes. Y los amores puros y románticos, en plan literario, que uno hacía a todos los palos. Había fervor católico y al monjío llegaban novicias. Algunas eran hermosas, pero lo más llamativo es que todas fueran alegres hacia su encierro perpetuo. Me enamoraba de ellas y no sé si era sacrilegio. Sus últimos días en el siglo los vivían a veces en nuestra casa, que era paredaña y amiga del convento.

Lástima que la amistad del convento me supusiera un coste. Me refiero a los madrugones. Las monjas tenían su sacristán, pero había ocasiones en que yo tenía que echar una mano. Una misa se hacía eterna, porque el viejísimo capellán era un santo, entraba en deliquios, como san Antonio de Padua cuando consagraba. Y la vez que ahora contaré, no era una sino tres misas seguidas, el Día de Difuntos. Di algunas cabezadas. Allá en el coro, una parte de las reverendas se ausentaba a hacer los deberes de la Casa. En una de las preces latinas miré para la Purísima del altar y sentí vergüenza propia, bochorno de aquel niño fantasioso que fui y que años antes juraba y perjuraba haberle visto lágrimas a la imagen, se llevaban mucho los milagros y promesas de la Virgen.

Desayuné con el capellán, por el torno nos pasaron café con mucha azúcar y bollos. El capellán se fue a sus habitaciones medio secretas y yo marchaba a mis cosas cuando vi abierto el portón que da a la huerta, una clausura que se mitiga tan solo para determinadas labores o el paso de carros. Asomé el morro y había un obrero con un sacho en la mano, velozmente se echó hacia abajo el sombrero de paja pero yo le vi la mirada. Me callé para siempre. Es lo que tiene haber inventado apariciones, que pierdes el crédito.