La guerra estaba en marcha y Franco se levantó un día cansado de que falangistas y requetés anduvieran a palos, a veces a tiros, y los hizo unirse en una sola cosa de nombre interminable. El jefe de la cosa, naturalmente, sería Francisco Franco.
Los estudiantes habíamos tenido que elegir entre el SEU, que te daban camisa azul, y la AET, que se hacía reconocer por la boina roja. Yo me enganché a lo segundo, o sea a lo minoritario, por un afán de notoriedad y porque había leído con devoción las Sonatas y me fascinaba el marqués de Bradomín en la corte de Estella. Ahora, con la unificación, el color azul y el rojo hacían una combinación desastrosa.
El consuelo fue que nos iban a llevar a Burgos a solemnizarlo. Nada menos que a la capital del Estado. Yo era el único estudiante carlista de mi pueblo, la ciudad romántica, y las consignas me llegaban de la ciudad industrial. En ésta vivían y estudiaban mis correligionarios, ellos se las sabían todas, no solo llevaban escarapela en la boina, también guerreras de color caqui con flores de lis bordadas, polainas de paño y los calcetines blancos asomando por encima de las botas. Estudiaban como oficiales en el instituto y yo iba a examinarme por libre. Se creían superiores porque conocían de cerca a los catedráticos, porque su ciudad prosperaba y tenía un par de casas con ascensor, en su estación cogías los trenes y no tenías que hacer trasbordo. Los de la ciudad industrial, si quieren digo su nombre, era Ponferrada, vinieron un día a visitar nuestros monumentos y nos sacaron una copla:
Lo de éstos de Villafranca
es de morirse de risa:
siempre a vueltas por la plaza,
con corbata y sin camisa.
Decían que éramos un pueblo de soñadores. A veces se tomaban bromas conmigo. Me llamaban el poeta, el vate, el Espronceda. Y no es que fueran mala gente. Me avisaron y prepararon mi salvoconducto para que hiciera el viaje con ellos. Como adherido.
En total fuimos cinco los que salimos camino de Burgos. La concentración sería el Doce de Octubre, y la víspera con la atardecida llegamos a nuestro destino. Aquello era una fiesta, nada que recordase la guerra, salvo los cristales de las ventanas protegidos con aspas de papel y la prohibición de las luces cuando vino la noche. La capital estaba tomada por chicos y chicas y se habían improvisado albergues en cuarteles, en conventos, en casas particulares. Los de nuestro grupo pernoctamos en un cine abarrotado, unos vándalos —de Falange, decidimos sin más— arrojaban desde el gallinero papeles ardiendo sobre los que teníamos butaca de patio.
—Hay que ir a por ésos y darles un escarmiento —sacaron pecho los de Ponferrada—. Yo me hice el dormido y así fue pasando la noche.
El día del Pilar, o de la Raza, nos formaron en una explanada y unos miles de españolitos escuchamos los himnos, el pasodoble de los Voluntarios, el Novio de la Muerte. Luego llegó por los altavoces la voz nada impresionante de Franco. A él apenas se le distinguía, subido en una tribuna muy alta y estrecha, en cuya cúspide no hubiera cabido nadie más que él. La formación, al menos por nuestro sector, era poco disciplinada, abundaban las puyas y cachondeos. Nos recompusimos un poco para el desfile.
—¡Cambia el paso, coño! —me decían los míos. Eso de corregir el paso cambiado es una operación enrevesada, ellos la bordaban.
Nos dieron unos vales y que allá nos las arreglásemos para la comida. Se los entregaron al delegado de nuestro grupito, que era el más alto y fachendoso, ya en el bachillerato se estaba preparando para ingeniero de minas. Fuimos al primer mesón que encontramos y estaba lleno. Los bares, los cafés, las cantinas, ya no cabía un alma y no nos dejaban pasar de la puerta. Ni siquiera se conseguían unos bocadillos. Desde los churros tempranísimos no habíamos comido bocado. Marchábamos de tumbo en tumbo, agotados y hambrientos. Solo así se comprende, llegados a la desesperación, que los de la ciudad industrial me dejaran tomar el mando. Cogí los boletos y me los guardé en el bolsillo más seguro. Estábamos en el Espolón de Burgos. A dos pasos, en un chaflán, se ofrecía el Hotel Condestable, por entonces no les ponían estrellas pero el lujo se veía, se olía. Inicié la entrada entre porteros de guante blanco y escoltas.
—¡La leche, el vate, con este tío nos fusilan!
Pero me seguían. Y yo, sin un titubeo, como si tuviera pisados todos los hoteles del mundo. El comedor estaba animado, pero no embarullado. Militares de alta graduación; un obispo y su séquito de curas; señores de traje oscuro y alguna dama que acaso fueran del cuerpo diplomático en la corte de Su Excelencia.
Nos dieron una mesa. En la de al lado, se reconocía el habla portuguesa de un general y sus ayudantes. Cuando el maítre nos preguntó qué vino, dije que un tinto de confianza. Y sifón. Me sirvieron a mí el primero, solo un culín de vino y el servidor se quedó mirándome, esperando. Yo cogí el sifón y completé la copa delicada.
Cuatro platos y postre, cafés, y no pregunté lo que se debía. Bastó que nuestros boletos llevaran un sello en tinta y alguna consigna patriótica. Los de Ponferrada no se habían enterado de que las guerras son un mundo de locos.