Si no fuera por el dolor que trajo, la guerra resultaría vistosa. Los uniformes permitían iniciativas personales con voluntad de estilo, empezando por Franco, que se mandó hacer un capote con forro como de armiño que no figuraba en las Ordenanzas. Un jefe de Telégrafos o el inspector de Pesas y Medidas se realzaban con correajes. Veías mucha variedad de emblemas, y una digna viuda venida a menos abrió en la calle más céntrica una tienda de la especialidad. Las iglesias contribuían al gasto ornamental, tedeum por la toma de Teruel, procesión con palio.
Por nuestro barrio no pasaban los desfiles. Pero asomaba el pregonero y en las esquinas publicaba el bando de viva voz. Con frecuencia se invitaba «al pueblo sano y patriota», y acudíamos a la plaza, lo mismo a recibir a doña Urraca Pastor que a un moro amigo llamado el Sultán Azul.
El que dejó más recuerdo fue el general Millán Astray. Viajaba hacia no sé dónde y aceptó la invitación de detenerse, incluso con alojamiento en el hotel. Se dijo que influyó su ayudante, un capitán oriundo de Puente de Domingo Flórez, que no cae lejos. A la gente le sonaba mucho este general mutilado, «Soy un hombre al que la suerte / hirió con zarpa de fiera», el héroe calentaba a los de su bando cuando escuchaban la radio. Mandaron poner colgaduras. El comercio cerró por la tarde.
Fue un acontecimiento la entrada en la plaza del general, con el pecho cubierto de medallas. Llegó en coche descubierto, seguido de un coche de escolta con legionarios de rostros fieros y patillas largas. El personaje apenas dejó tiempo a las autoridades para que lo cumplimentaran al pie del Ayuntamiento. Desapareció de nuestra vista y a los pocos instantes estaba en el balcón principal, todo lo hacía con mucha agilidad y mando.
—Muchas gracias, señor general —comenzó el padre Noriega, que era profesor de Historia en el Seminario de los Paúles—, jamás olvidaremos vuestro gesto al aceptar nuestra hospitalidad, aunque lamentablemente tengáis que reducirla a un trasnoche. Pero nadie, a lo largo de siglos venideros, podrá impedir que conste vuestro nombre al lado de las figuras egregias que aquí pernoctaron, doña Isabel II, y mucho antes Carlos I, y también su hijo el príncipe don Felipe, e incluso en fecha de abril de 1690 la Reina consorte doña Marianita de Neoburgo…
—¡Figurones! —sopló el general al que estaba a su lado, pero todos pudimos oírlo por el altavoz. Con un gesto de su mano, o quizá de un gancho que le hiciera de mano, apartó al erudito y largó un discurso encendido con todos los tópicos de entonces. Dio los vivas y ahora lo que correspondía es que pasara revista.
No había guarnición, pero allí en la plaza, delante de la «Confitería y almíbares», estaba formada la milicia femenina. Todas con su blusa azul, las insignias bordadas, los gorritos cuarteleros. Millán Astray inició el pase y al llegar junto a la bandera se acercó a la abanderada, que era la mejor moza de la formación, y fue a darle un beso. Con la sorpresa, la chica esquivó un poco la cara y el gran mutilado de la guerra de África se vio rechazado. El mundo se paró en seco. Se nos helaron las venas. El altavoz dejó de sonar y los legionarios que iban escoltando a su jefe llevaron las manos a sus armas. (Esto último no me atrevería a jurarlo, puede ser una secuela de aquel instante de miedo). Pero en el picú volvió a girar el disco tenaz y la escena recobró el movimiento, «me hice novio de la Muerte / la estreché con brazo fuerte / y su amor / y su amor fue mi bandera».
El huésped de honor se retiró a su alojamiento en el hotel Condesa, Gran Hotel de la Condesa, que aun en tiempo de guerra había pianista para la cena. Cuando estaba descansando en su habitación le anunciaron la embajada de unas señoritas de la localidad que le traían flores y el desagravio de que a ellas sí podía besarlas. El general era un hombre galante, se había quitado ya sus ortopedias, pero empezó a componerse de nuevo, este garfio, un cojinete, el ojo que se refrescaba en un vaso. Tenía el orgullo de suplementarse sin asistencias. Las féminas esperaban, cuando a través de la puerta se oyó un juramento. Como todo se sabe, y el capitán ayudante era de Puente de Domingo Flórez, se supo que al general le había sobrado en la restauración una piececita, un tornillo de nada.
—Peor sería que le faltara —dije yo cuando lo contaron—, pero sobrándole…
—No sabes lo que dices —me reprendieron—; para cualquier mecanismo el que sobre pieza es el mayor problema, pregúntale al relojero de los soportales.