Definición de la guerra

Una mañana de julio me pilló la guerra. Me pilló con trece años recién cumplidos, en pantalón corto y volviendo a casa con el botijo de agua fresca de Trevijano. Los militares entraron por nuestro barrio. Era el ejército sublevado en Galicia, y al toparse con el cartel de entrada a nuestra ciudad, que es una ciudad nombrada y con juegos florales, se bajaron de las camionetas y recompusieron los uniformes, puede que se pasaran un peine, era la misma escena de las bandas de música forasteras cuando venían a las fiestas.

Luego, se pusieron a lo suyo. Avanzaron por la calle donde está nuestra casa, una fila bordeando el convento y otra por la acera de enfrente. Llevaban los fusiles dispuestos y avizoraban arriba y abajo, a un lado y a otro. Los de delante gastaban casco de acero, como si aquello fuera la Gran Guerra, pero los otros iban con gorro de cuartel. Se ve que no hubo cascos para todos.

Lo prudente era remeterse para dentro de casa, pero la curiosidad mandaba más que la prudencia. El más lanzado fue el señor Guillermo Martínez, ahí queda su nombre para la Historia, que estaba en el corredor de su casa y gritó un viva a España.

—¡Viva España! —sonó el vozarrón del hombre, y más adelante se lo alabaron algunos en el barrio, como si hubiese afrontado un riesgo con aquel gesto que parecía tan legal.

Unos instantes tardaron en contestarle. El teniente que iba en cabeza de la formación llevaba en la mano su pistola desenfundada, la levantó hacia el corredor del espontáneo y todos respiramos al ver que era en plan de saludo:

—¡Viva España y viva la República! —todavía la República.

El oficial lo dijo como de trámite, ni comparación con el entusiasmo del paisano.

La compañía, o lo que fuera, se cerraba con una ametralladora. Terminaron de pasar por nuestra calle y siguieron por el viaducto, camino del centro urbano. Fue desaparecer el último soldado y los vecinos salieron a la calle y se hicieron corrillos. Unos hablaban a favor y otros en contra de que los militares se metieran en nuestras vidas. El señor Guillermo argumentó que con la fuerza armada se acabarían las zozobras de los últimos tiempos, lo de andar a palos las derechas contra las izquierdas y viceversa. Yo quería verlo todo con mis ojos y abrir bien las orejas. Me moría de ganas de ir a la plaza, allí estaba el Ayuntamiento y la Casa del Pueblo, le dije a mi padre si quería que fuese por el periódico.

—Quietos en casa, que a ninguno se os ocurra cruzar el puente.

Quedarse fue muy duro, era como saber que estaban dando una película histórica y ver solo un trozo por un agujero. En el barrio no teníamos más cosa oficial que la Cárcel del Partido, un caserón nada imponente, con un portón maltrecho y unas ventanas con rejas ferrugientas.

Mi madre avisó para la mesa. Hace más de sesenta años, pero uno no olvida lo que ha comido en un día como ése, arroz caldoso. Cuando estábamos con la fruta se oyó revuelo en la calle y corriendo nos asomamos. Ahora no pasaba una formación numerosa, sería una escuadra, un piquete en dirección contraria a cuando entraron, y en medio de los fusiles iban conducidos un grupo de hombres sudorosos con los brazos en alto. Había dos o tres de nuestro barrio, y éstos marchaban con la mirada en el suelo. Los militares con sus prisioneros venían del cogollo de la ciudad y un guardia municipal iba delante y les enseñaba el camino de la cárcel. Ni un cuarto de hora tardaron en aparecer, liberados y contentos, los que hasta entonces habían estado presos, o sea, que salir unos para que entrasen los contrarios me pareció la definición casi cómica de la guerra.

Si no fuera lo que vino después.