La República no era tan mala

Lo peor de la República fue que se quemaran iglesias y conventos, qué necesidad había. Y no lo digo por nadie de mi pueblo, donde no se molestó ni a uno de los cincuenta curas y frailes ni a una imagen sagrada. Lo más que por aquí se hizo fue cantar el himno de Riego en la Casa del Pueblo y en las tabernas, «Si los curas y frailes supieran la paliza que van a llevar», una letra espuria, «subirían al coro cantando: libertad, libertad, libertad».

Pero la República no era tan mala. Con el paso de los días o meses empezó a verse el Progreso. (Se escribía con mayúscula). «Si se te cansa la vista / que te vea el oculista», aconsejaban los folletos que nos repartían en el preventorio. Y para el cagatorio, con un dibujo muy chusco: «Si a la misma hora vas / como un reloj marcharás». Casi te aburrían con la higiene. La fruta había que lavarla al chorro, pero no pelarla. Más los veranos pedagógicos y la gimnasia.

Y no todo era para el desarrollo físico. Vinieron compañías de teatro y danzas y a las funciones nos llevaban a los chicos de las escuelas.

—¿Pero cree usted, doña Tránsito, que son cantares para que los oigan unas criaturas?

A lo mejor era por aquellas coplas:

Pastor que estás enseñado

a dormir entre retamas,

si te casaras conmigo

durmieras en buena cama.

Cualquier cosa les parecía sicalíptica a las señoras de la plaza.

Las chicas, nuestras compañeras de clase, es verdad que andaban más sueltas de ropa y de costumbres, se sentaban de otra manera y se dejaban llevar en bicicleta. Los libros también tenían un olor a nuevo. La Enciclopedia de Dalmau Carles Pla enseñaba patriotismo y el amor a la nación, a las Bellas Artes y a las ciencias.

Esto es lo que uno veía de chico, y que los mayores vivían y se divertían. Estaban las gincanas automovilísticas, los bailes vermú. Eligieron Miss y Su Excelencia el Presidente de la República le mandó a la agraciada un espejo con marco de plata. Mi propia madre, pienso yo, habría tolerado la República si no hubieran quitado a Cristo de los sitios oficiales.

Por esto del crucifijo, a mi madre no le gustó nada que viniera a visitar «nuestra hidalga villa» (se decía mucho) un personaje como don Manuel Azaña. El político republicano quería visitar los monumentos artísticos.

Lo hacía en todos los sitios adonde iba con su séquito, y lo acogían bien o mal, según. En San Isidoro de León le habían puesto cojines y dio dinero para entarimar la biblioteca, pero en la catedral los canónigos le pusieron cojones (es lo que se contaba) y no subvencionó nada. El Ayuntamiento de nuestra ciudad era hospitalario. Acordaron que se encargase mi padre.

—¿Y tú, es que vas a ir tú a enseñarle las iglesias de tu pueblo a ese ateo? —a pesar de todo, mi madre no dijo «el Verrugas».

Mi padre afirmó que, siendo él un monárquico hasta las cachas, sabía bien sus deberes de convivencia. Era áspero de carácter, pero en el fondo le tenía miedo a mi madre. Le preguntó qué traje y qué camisa debía ponerse para el caso y mi madre contestándole a regañadientes. Cuando ya iba por la puerta, volvió para una última cuestión, que si al personaje republicano debería ofrecerle el agua bendita cuando entraran en la colegiata y en San Francisco. Mi madre estaba planchando e hizo el ademán de tirarle la plancha de carbón a la cabeza, y con esas mi padre marchó a cumplir su deber cívico.