La bombilla fiada

De entre los papeles ya inútiles que dejó mi padre, estimo el libro de los fiados, es como una historia que revive si se repasan objetos, precios, los nombres de las personas. La señora María la Gaitera estuvo muy destrozona en el año 1926, llegó a deber casi tres duros solo de alpargatas de vira, cinco pares, las que llevó el día de la Virgen de agosto se especifica que eran blancas. Gente de los oficios se marchó de este mundo dejando a deber paletas, paletines, alicates corta-alambres y otras herramientas. Otros fueron señores que no me atrevo a nombrar, mandaban al criado con una notita elegante: «Te agradeceré le des dos cajas de cartuchos n.° 16 fuego central de los que yo llevo, pagaré el martes». Mi padre —todo hay que decirlo— se olvidaba a veces de borrar cuando le pagaban la deuda, lo mismo que podía olvidarse de apuntar cuando llevaban el género.

Se cabreaba. Renegaba contra el vicio de «Apúntemelo, que ya pagaré otro día». Pero nunca cayó en la vulgaridad de poner cartel en plan gracioso, como el que se veía en otros negocios: HOY NO SE FÍA, MAÑANA SÍ. Lo que hacía era grandes propósitos restrictivos, juramentos de que aquélla era la casa de tócame Roque y eso se había acabado para siempre.

Yo no tenía por qué dudar de la voluntad de mi padre.

Un domingo de invierno me quedé solo en la casa, contento de que nadie me estorbara para cubrir con lápices de colores los mapas mudos que nos habían dado en el colegio. Mis padres habían ido al cine, aquella tarde dabanEl signo de la cruz. Mi hermano y mis hermanas, a su aire. Yo estaba en mis glorias, con los pies en el brasero de la camilla y la seguridad de que nadie me mandaría cierra las contras de la sala o vete al estanco por sellos. Con mucho primor había hecho Castilla la Vieja, y ahora tenía delante de mis ojos el contorno de la región a la que pertenecíamos, León, con sus cinco provincias que se designaban y cantaban en un orden inmutable: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia. Tocaron con timidez en el llamador del piso y me hice el desentendido. Volvieron a llamar y acudí sin miedo, por entonces todo quedaba abierto y las llaves puestas por fuera de las puertas.

—¿Está tu madre? —quería saber Paca la Tejedora.

—Estoy solo, estoy estudiando y te abro de milagro.

—Pues tú mismo, filliño, mira si puedes darme una bombilla que sea de pocas bujías, que la condenada acábaseme de fundir y no veo ni para rezar un rosario —lo decía con voz humilde, esta mujer que era la más pendenciera del barrio.

—No son horas, y además domingo y esto no es la botica —me daba gusto ponerle dificultades a la gente.

—¡Si estuviera tu madre! —suspiró Paca, y a mi padre no lo nombraba.

Cogí la llave de la tienda y bajamos, yo sabía dónde estaban las cosas de la electricidad y además me gustaba el comprobador de las lámparas, había que comprobar delante del cliente para que no vinieran luego con reclamaciones. Funcionó el invento, como siempre. Paca me dijo que se lo apuntase hasta el lunes o el martes, y yo le dije que de eso nada, que nuestra casa no era la casa de tócame Roque, que los precios eran fijos y las operaciones al contado.

A mis padres se lo conté cuando volvieron del cine. Mi padre dijo que bien, lo dijo distraído, todavía estaban impresionados por la película de los mártires de la fe. Pero apenas había empezado con su sopa de fideos cuando levantó la cabeza y me miró y dio un puñetazo en la mesa. Las iras de mi padre eran imprevisibles. Y terribles. Que una bombilla no era un lujo. Que la luz es de Dios y no se le podía negar a un cristiano. (Un cristiano, eso dijo, en el cine los leones se comían a los cristianos). Yo enrojecí y más que de miedo era de indignación, no entendía que mi padre, el legislador, fuera el primero en romper sus propias leyes.

Fui obligado a la reparación inmediata, y esa última parte la cumplí llorando de rabia. Pero ahora me alegro al contarlo, me alegro de haber ido con una lámpara Osram de 110 voltios, 25 vatios, rosca Edison, cuesta arriba por los Tejedores, a las once de la noche de un domingo de invierno de mil novecientos treinta y tantos.