Los ministros de Instrucción Pública debían de tener poco trabajo, como no fuera el de cambiarnos los planes de estudio. A los chicos que aprobáramos tercero y quisiéramos pasar al cuarto de bachiller nos ponían ahora una reválida. Los exámenes eran en la capital de la provincia. El profesor nos aleccionó sobre los peligros y engaños de las ciudades, y con él en cabeza nos metimos en el tren. Fue una tarde de junio como solo se ven en poniente, yo era sensible a esos regalos de la naturaleza y me sentía excitado. Y la emoción de lo desconocido, que mandaba sobre el temor a los catedráticos que nos esperaban.
Acampamos en la pensión, ya de noche, y un señor mayor que parecía huésped estable se fijó en mí y me pidió que le echara una carta en Correos. Quedaba a un paso, me dijo, solo llegar a la plaza y tirar a la izquierda. Le acepté el encargo (pero no la propina que quería darme) y marché silbando como si fuera de toda la vida un ciudadano de la capital. La plaza estaba oscura, y yo caminaba indiferente por el interior de los soportales. De pronto se acabaron los soportales y giré la cabeza, y encima de mí, aplastándome con su belleza y también con su enormidad, estaba la catedral. Creí morir. Nadie me había dicho que un ángel hermoso puede matarnos con su sombra, nadie me había hablado de Rilke. Las piernas temblorosas me llevaron hasta el buzón y de allí volví a la pensión mirando para el suelo, venciendo la tentación de enfrentarme otra vez con aquella maravilla, aquel pavor. Dormíamos tres chicos en una habitación y a la mañana siguiente me dijeron que deliré como si tuviera calentura.
A esos años se tienen muchas fuerzas. Los exámenes de tercero no se pasaron mal del todo. En el instituto de la capital querían que las matemáticas fueran demostradas, y deprisa y corriendo nos dio el profesor unas lecciones en su habitación, por ejemplo demostrar la semejanza de dos triángulos, una pamplina, porque a primera vista se advertía que los dos triángulos propuestos no podían ser más semejantes, yo diría que idénticos. Salvé con un aprobado. En las asignaturas que eran de memoria saqué nota. Al catedrático de Literatura le gustó mi comentario a la muerte de Miguel Servet en Los Heterodoxos y me animó a seguir por ese camino. Pero en el aula de Dibujo el examinador pretendió que con los utensilios de mi estuche flamante reprodujese la portada de un edificio clásico, todo curvas y columnas. Me llené las manos y la camisa y el alma de tinta china. Suspenso.
Nuestro profesor consiguió en Secretaría que me dejasen hacer la reválida, se ve que al Dibujo no lo tenían en mucha estima. Él había prometido a nuestros padres que nos enseñaría los monumentos de la ciudad, pero por culpa mía se perdió el tiempo en gestiones y a mí se me quitó un peso de encima, por nada del mundo quería verme otra vez frente a aquel espanto de piedra y sueño.
Pero ella me perseguía.
—Se supone que todos, señores, señoritas, conocen nuestrajoya máxima, la catedral.
Nos habían dado a cada uno un pliego de papel de barba.
—Sí, sin duda —el vigilante interpretó el silencio como afirmación—. Los propios docentes comprendemos los sobresaltos de los cambios de plan, conque para esta reválida, que deseo aprueben sin excepción, no habrá más que este examen escrito. Redacten sobre la catedral, su estilo arquitectónico, las capillas, los motivos de las vidrieras, y al grano, todos los datos que sepan.
No es que se precipitara el rasguear de las plumas, pero se notó un alivio en el aula. Para mí fue al revés. Me sentía el estómago, empezaron a sudarme las manos. Con este malestar pasaron minutos, siglos. Ya iba a abandonar.
—Por favor, no se copien ustedes, señores, tengamos la fiesta en paz.
Yo no había copiado jamás a nadie. Yo era soberbio y pensaba que dejando aparte la debilidad de mis nervios, podía escribir mejor que cualquiera de aquellos mastuerzos (y mastuerzas) que llenaban el aula. Leía mucho, todo lo que caía en mis manos, y soñaba con ser escritor. Decidí quedarme en el pupitre y empezar mi carrera. En el papel sellado escribí cuatro palabras, las primeras que salieron de mi pluma con intención literaria: «La intrépida locomotora silbó». No a Rilke, pero al Campoamor de El tren expreso sí lo había leído, y a don Acacio Cáceres Prat, autor del libro titulado El Vierzo, y a Pemán que era muy admirado por mi padre. Relaté la salida en el pequeño tren camino del trasbordo en la estación de enlace, describí las feraces huertas y las viñas; y de cuando ya íbamos en el mixto (pero yo puse el exprés), la aspereza del puerto de montaña y el pavor de los túneles que pasábamos, hasta alcanzar el remanso de las riberas del Órbigo. Retórico y floreado, con demasías y cargado de tópicos.
Cuando tuve que dejarlo, era no solo un escritor, también un escritor malicioso: «Pido perdón al tribunal porque la falta de espacio me impide describir las maravillas de la Pulchra Leonina que el alma en vilo», en vilo o en vuelo, «no se cansa de contemplar».