La prevaricación

A las procesiones, que jalonaban el año desde enero con su Santo Tirso hasta la de Santa Lucía en diciembre, les salió la competencia de las manifestaciones. Una era el 14 de abril, a ésa le tenía poco miedo la «gente de orden». La del Primero de Mayo era otro cantar, por si se juntaban los obreros de la fábrica de cemento o acudían refuerzos de mineros. Gritos y cánticos desafinados sí los hubo en esos recorridos, pero no llegó a romperse ni una farola.

Con esto de las manifestaciones pasó como con las elecciones, la libertad de expresión, las asambleas, que se pusieron de moda. Mi madre promovió una manifestación. Los chicos del Otro Lado llevábamos días y semanas sin escuela, que ya no se llamaba escuela del rey sino escuela nacional, y tanta vacación obligada era por falta de maestro. Los padres, y aún más las madres, estaban hartos de vernos a los chicos zanganear por la calle o el río, pero nadie se movía para remediarlo. Mi madre nos reunió a los chicos del barrio, era mujer de pelo en pecho y nos habló claro y con autoridad, que teníamos que manifestarnos hasta el Ayuntamiento para ver al alcalde y que ni una voz más alta que otra, nada de risas ni de bromas ni de riñas entre nosotros, civismo, mucho civismo.

—Si van al Ayuntamiento, muda al chico de limpio —dijo mi padre, que no quería entrar en el fondo del asunto.

—De limpio, sí —dijo mi madre—; pero sin exagerar.

En el puente, que es ancho y abierto, me pareció que no éramos una masa. Se hablaba mucho del poder de las masas. Pero en las calles céntricas había que estrechar la formación y lucíamos más, a uno se le alegraba el corazón. En la calle del Doctor Arén fuimos reconocidos como lo que éramos. Los comerciantes salían a las puertas, acaso con la vara de medir en la mano o un corte de traje que le estuvieran enseñando al cliente:

—Una manifestación. Es una manifestación.

Los de la calle de Arén eran los comerciantes por excelencia, algunos tenían dependientes, y en las tardes de invierno que no fueran de feria o mercado paseaban muy señores por las Vegas aprovechando el sol.

—De estos chicos deberían aprender los mayores, son el porvenir.

En la puerta del Ayuntamiento había un par de municipales, con su uniforme avejentado, abúlicos. Les gustaría arrearnos con el chuzo, pienso yo, pero los tiempos habían cambiado. El más viejo —el más malo con los chicos, lo conocíamos bien— entró a decirle al alcalde que había una manifestación y que pedíamos audiencia. Tardó en salir y dijo que solo podía pasar el portavoz con un par de manifestantes más. Con esto no contábamos, ni había contado mi madre. El que hablaría sería mi menda, rápidamente se oyó la opinión unánime, los mismos que en el fútbol me llamaban chambón y me ponían detrás del portero «para las que pasen». Pero ahora no era un juego:

—¡Tú, habla tú por todos, que para eso se te da bien la redacción!

El alcalde republicano no nos mandó sentarnos a los comisionados, pero escuchó atentamente y hasta con respeto; en cambio, el secretario tenía una cara de sorna que te ponía nervioso. El alcalde dijo que el maestro titular tardaría en llegar y tomar posesión, pero que mañana a las nueve de la mañana tendríamos un maestro interino.

—¿A quién queréis que os ponga, a don Gabriel o a don Luis? —dijo los apellidos, los dos estaban recién salidos de la Normal y tenían que hacer las prácticas, en nuestro pueblo nos conocíamos todos—. Pensadlo bien, me gusta que los ciudadanos decidáis.

El plural no tenía sentido, yo sabía que mis dos compañeros de delegación no abrirían la boca ni aunque los aspasen. Don Gabriel era un fenómeno, lo mejor de su promoción, todos decían que no se iba a quedar en maestro de escuela y que llegaría a catedrático de Magisterio o inspector. Un ejemplo para la juventud sana, ni un vicio se le conocía. Don Luis era Luisito el de la Rúa Nueva, un vivalavirgen, por entonces rondaba a una de mis hermanas y a mí me pagaba el cine y me llevaba a los toros, a la plaza que armaban con tablas para las fiestas.

—Don Luis, que sea don Luis —le dije al alcalde, hablando por los treinta que habían confiado en mí.

La palabra prevaricar tardé muchos años en oírla.