San Policarpo

Para algunas encuestas te preguntan en qué edad puedes situar tu primerísimo recuerdo. Lo pienso y me veo de tres años, vestido de monaguillo, en el escenario del teatrillo del colegio de la Divina Pastora y la gente aplaude y me tira caramelos. Los demás recuerdos del colegio de párvulos se me aparecen menos borrosos, iba cumpliendo algún año más, todavía en camino hacia mi primera comunión.

Las monjas que me enseñaron a silabear, luego a leer y a hacer palotes, también a cantar cancioncillas algo tontas, atendían en el mismo edificio a lo que era hospital de Caridad. Más que enfermos había media docena de viejos tranquilos que en los corredores del patio tomaban el sol. Vinieron días en que las monjas andaban excitadas, mucho revuelo de tocas, y se supo que un señor hijo de nuestro pueblo, muy bueno y muy rico —como en un cuento— nos regalaba toda una capilla nueva. Ahora sé que aquel mecenazgo comprendía mejoras más importantes para la Casa, pero a mí lo que me encandilaba era la capilla.

Fue una etapa de fiebre. Al colegio llegaban los carreteros con sus carros que cargaban en la estación del tren y traían cajas prometedoras. Un niño soñador hace poco ruido y apenas ocupa sitio, conque me colocaba junto a los trabajadores. Vi desembalar tesoros. Vi aparecer a la Virgen del Carmen con su niño y el escapulario. A escondidas pude tocar la cara de san Antonio, que la tenía fría y suave. La vidriera de colores salió con muchos cuidados, también venía un cristal que no supe para qué era y se le fue de la mano al obrero y el hombre soltó una cosa horrible contra Dios, menos mal que no había ninguna monja. Y lo que más me gustó, un monaguillo de cuerpo entero, más alto que yo, con su ropón rojo y roquete y el cepillo que decía «Limosnas».

Pero lo más importante llegó unos días después. Para esto hizo falta un camión, y fue durante las vacaciones, de manera que cuando volví al colegio ya estaba en el medio del patio el enorme bulto enigmático. Todos se lo hablaban en voz baja: debajo de las telas y lonas cuidadosas estaba la estatua de Don Policarpo.

—¿Una imagen?

—Claro, sí, como si dijéramos —me dijo la sor pellizcándome la mejilla con algo de exceso.

Empezaron los preparativos para la fiesta, venía el organista de la colegiata a ensayarnos con el armonio y a los más pequeños nos iban a vestir de marineritos, «Somos los marineritos / que venimos de París / como somos chiquititos», no me acuerdo de más. Sí estoy viendo como si fuera ahora al obispo, al gobernador, a los guardias civiles de gala. Habían quitado las telas que tapaban la cosa, quedaba al desnudo la gran base de piedra, pero la parte importante, la de arriba, permanecía cubierta por la bandera de España. Hasta que alguien tiró de la cinta. Sonó la Marcha Real y soltaron palomas.

—¡Viva Don Policarpo Herrero!

—¡Viva el prócer y benefactor de esta casa!

Era como el san Antonio o el san Francisco, pero sin colores, todo de piedra blanca y alrededor muchos ramos de flores. No entendí que a un personaje que tiene su altar, aunque fuera al aire libre del patio, le llamaran Don Policarpo. Decidí que para mí fuera San Policarpo, y más cuando hicieron postales con su fotografía, como quien dice estampas piadosas.

Lo que no había era su vida impresa. Cuando empezaron a gustarme las vidas de santos, yo mismo la imaginé: «El siervo de Dios Policarpo Herrero y Vázquez vio la luz el día tal del año de gracia de tal, y muy temprano se le notaron al bienaventurado infante las señales de su carácter devotísimo y ejemplar y el desprecio de los bienes terrenos». Muchos años después tuve acciones del Banco Herrero, hasta que las pagó bien la Caixa y con esto se acrecentó mi devoción.