En la ciudad hay dos zonas separadas por el río y la mía era la más populista y menestral, aunque en ella se contaran algunas excepciones de fuste. Por ejemplo, la residencia del autor de Flores del Bierzo lozanas y mustias, un best seller. También en nuestro barrio, que llaman el Otro Lado, y más intencionadamente la Cábila, tenían su casa solar dos miembros del alto clero, uno era por lo menos prelado doméstico y el otro casaba y descasaba en el Santo Tribunal de la Rota.
Con estas salvedades y pocas más, éramos gente que algunos señores de la plaza y su entorno miraban por encima del hombro.
No nos daba ningún complejo. Tampoco había para tener orgullo, pero lo teníamos. El barrio vivía. Herrador y veterinario, horno de pan, fontanero, sastre, la ferretería de mi padre con artículos de caza y pesca, estanco y buzón de correos, coloniales, un abogado más conciliador que pleitista, un zapatero ilustrado, una barbería moderna con agua corriente, el café amenizado por el dúo de pulso y púa, más algunas tabernas alegres de vino y escabeche… Y las monjas de clausura, encerradas en lo suyo de trabajar y rezar y, sin embargo, tan nuestras.
Todas las mañanas yo cruzaba el puente divisorio con los libros debajo del brazo, sin cartera ni plumier, bajaba la cuesta angosta que en el siglo pasado liberaron de esquinazos para que pasara el carruaje de doña Isabel II, y ya estaba en la calle del Agua, sombría, con casonas y palacios abrumados de escudos. Los Toledo, los Osorio, los Pimentel. Allí me esperaba el colegio de don Manolo el cura. Pensándolo ahora, el cura era un poco clasista, se le veía pagado de que a su academia de profesor único (salvo su hermana, para el francés) fueran los hijos y las hijas de los señores principales, pero es justo decir que a todos nos trataba bien. A mí me trataba bien, de mí se decía por entonces que el rapaz prometía, sacaba buenas notas y eso le servía de propaganda al colegio. Creo, incluso, que don Manolo me quería.
En los primeros tiempos de la guerra yo andaba por el tercero y cuarto curso de bachillerato. Más que flaco era desgarbado. Soñaba despierto y me enamoraba con frecuencia. Pero el caso de Carmencita es que venía cantado, era la obviedad, claro destino manifiesto. Carmencita inauguraba en mi educación sentimental el mito de la forastera, que luego me daría amoríos y expansiones literarias. La niña aristócrata era frágil, era pálida, vestía un luto de huérfana de guerra sin alivio, y el riesgo de su anemia y la razón patriótica y el lustre de sus apellidos se unieron para que en el colegio se estableciera lo que nunca se había visto hasta entonces. A media mañana, una doncella de uniforme llegaba con un ponche reconstituyente en bandeja de plata, con su servilletita almidonada donde la triste limpiaba delicadamente los labios.
¿Se dan ustedes cuenta, señores de la sala? Los labios esos que digo ganaban en frescor y en vida mientras este cuitado se iba muriendo secreto con Garcilaso, «En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto», quizá la mozuela no me miraba para nada, «y que vuestro mirar, ardiente, honesto, / enciende el corazón y lo refrena…».
Al fin decidí declararme, lo hice en documento mercantil. Con discreción escotábamos los alumnos para el santo del profesor, servidor era el encargado de la recaudación y extendí un papel donde afirmaba haber recibido tres pesetas (Pts. 3,00) de la hermosa, distinguida y adorable señorita Carmen de Tal y de Cual, tormento de mis días y mis noches, vehemencias así.
—Ah, no, hasta ahí podíamos llegar —debió de sentenciar rápido el reverendo, que interceptó el pliego que mi fervor había puesto en circulación; entre los chicos respetábamos esa forma de posta que viajaba de pupitre en pupitre hasta las manos de la interesada—. Este listillo del Otro Lado pretendiendo a la nobleza, a saber lo que dirían los (aquí el apellido ilustre).
No recuerdo en mi vida humillación más dura. Que me acercara a su mesa camilla. La mole negra y bronquítica de la sotana se levantó para la bofetada, una sola bofetada, quemante.
Creí que no lo perdonaría nunca, pero volví a llevarle a Correos sus artículos para El Ideal Gallego, sus autobiografías candorosas con novelas inéditas «en espera de un mecenas». También pensé que sin Carmencita no podría vivir, y ya ven.