Aquella revolución

Qué octubre más raro. Los carros de la vendimia hacían sus trasiegos con toda la prisa que se puede pedir a los bueyes, como si los amos temiesen que otras manos vinieran a apoderarse de los racimos. Deprisa y, además, sin canciones. La gente miraba de lado. La gente murmuraba como si todo el día fuese una misa. Algunos veraneantes se habían retrasado y ahora no podían marchar. En el cine tenían que repetir la misma película.

—Dicen que vienen por Fabero.

Para los chicos no era malo. Había que ir a clase, pero hiciéramos lo que hiciéramos nadie nos castigaba.

—Dicen que pasan de cien.

—¡Trescientos!

Solo en el casino de los señores se estaba como si tal cosa. Decían que, aunque los otros fuesen mil, no tenían coroneles ni nada. Ni mapas. Y si tenían mapas qué más daba, si no los sabían entender.

Una tarde —mediada iría, según recuerdo la luz— todo lo que compone la plaza empezó a tomar un aire de expectación temerosa, el redondel sin nadie, los bancos vacíos, el frontis del Ayuntamiento, la farmacia del doctor Cela, «análisis clínicos, especialidades». Algunos transeúntes, pocos, pasaban deprisa, se detenían un instante, volvían a andar, todo con los mínimos balbuceos de hojas desgobernadas por el viento. Los serenos de día habían desaparecido. Yo los imaginé muy adentro, hacia los cuartos consistoriales y trasteros.

Las columnas de los soportales, ahora me doy cuenta, estaban ligeramente torcidas como las pintan los pintores para ponerse dramáticos. Y en el aire un no sé qué de incierto, tal una historia de esos narradores que al acabar su cuento, qué manía, nos salen con que estaban soñando.

Sin embargo, una cortina de chapa ondulada confirmaba el estado de realidad cayendo como un párpado —solo que con ruido— sobre el escaparate provocador de los almíbares.

Se apresuraba un rezagado:

—Están muy cerca. Desde allí se oyen los caballos.

Señalaba para las viñas altas.

—El castillo del conde no lo pasarán.

En el castillo del conde estaban ya los guardias, los concejales constituidos en sesión permanente y hasta los furtivos de puntería más fina. También los señores del casino, al fin, marchaban para allá, pero tranquilos, disimulando la urgencia. Llevaban las sarasquetas con incrustaciones del tiro de pichón, y algunas botellas de anís del mono.

Los últimos en cruzar la plaza fueron dos perros. En una esquina se pararon, íntimos, a olerse. Pero no había chicos que apedrearan y a los canes se les negaron los reflejos. Por la calle de Atrás marcharon, impotentes y cabizbajos.

Ya era el vacío absoluto. Pero yo no estuve solo, verdaderamente solo, hasta que no acabaron de echarse todos los visillos, de cerrarse todas las contras. Entonces, sí.

Pensé que me había pasado (de valiente). En realidad es que me había embobado. Lo que yo tenía que hacer en la plaza era lo del aceite de ricino para mi hermano, pero en aquella ocasión extraña, turbadora, una purga me pareció la mayor trivialidad.

Me apresuré.

Era mi pueblo y podría andarlo con una venda en los ojos: solo con la costumbre de los pies, el tacto de las manos, el sonar de las losas; por el olor, incluso, de los zaguanes, de los conventos, de los palacios y las rinconadas. Marché a salvarme por la calle de las Tiendas. Pero estaba una valla en forma de equis, como tachando el paso. La de Atrás se había cerrado detrás de los perros, y parecido las otras calles, todas con barricadas.

Era verdad que se oían los caballos.

Resulta una sensación de mucha angustia la de estar cercado. La había soñado alguna vez, pero vivido nunca. Todos los portales estaban detrás de mí, cerrados a madera y bronce. Me puse a andar las puertas de una en una, llamando con los llamadores. Había manos doradas, argollas, cabezas leonas, pomos con cardenillo, siempre formas inútiles, porque nadie les daba respuesta. Y eso que sonaban con escándalo en el silencio redondo de la plaza.

De pronto el mundo se hizo hospitalario, empezó a blandearse a mis espaldas. Era una puerta cristalera de bisagras engrasadas, amigas. Fui volviéndome poco a poco, tanteando con la mano incrédula. Detrás de los vidrios había alambres transversales con pinzas de la ropa que sujetaban periódicos y revistas —los de entonces, claro—: el Ahora, El Sol, La Crónica con una foto artística por Manasé.

Entré en lo negro y percibí a mi tío Tomás, impresor y librero. No sé cómo podía leer con tan poca luz.

—Los caballos —le avisé.

Él no dijo nada, siguió leyendo. Él nunca me decía nada, ni siquiera cuando yo hice la primera comunión y me regaló un teatrillo de cartón, la batalla de Castillejos.

Además de los periódicos estaban los libros. A ver si me acuerdo. Cantos de Maldoror, Las tres gracias, de Cansinos-Assens, muchos de Hernández-Catá —algo tenían que ver con una jirafa—, los de Vargas Vila… Yo solía explorarlos en un rincón pecaminoso, a medias los que venían sin cortar. Ahora, ni por nada del mundo, tan cerca los caballos.

Él, sí. El tío Tomás —conseguí descifrarlo— estaba leyendo Mis prisiones, S. Pellico. Leía en todas partes, incluso andando por la calle. Y esperando al tren que le traía los periódicos («Fuera de valija»), sentado en cualquier ladera donde se viera la estación. Ni siquiera se movió cuando toda la plaza se llenó de las chispas de las herraduras.

Yo me había recogido en un sitio oscuro, el del estante de los devocionarios. Luego tuve más miedo y me metí en lo que propiamente es la imprenta.

Olía a tinta y a papel tendencioso, barato.

A mí me gustaba siempre aquel olor. Y contemplar la caja de los adornos. Podían combinarse buen número de grecas y cenefas, hacer bonitas orlas para los prospectos y las rifas de las fiestas. Lástima que la máquina fuese pequeña, de 35 por 23. Si el anuncio era grande, había que hacerlo en dos veces y a lo mejor no casaban.

Ahora, cualquiera pensaba en eso. Con lo que estaba pasando afuera.

Tardaron en venir.

Primero fueron con sus mil años de sed contra las lunas del bar. Luego saltaron los cierres del Banco —pero antes la Tabacalera—, requisaron sombreros con cintas y corbatas chillonas. La revolución.

Cuando dieron en nuestra puerta cristalera ya venían saciados. Traían las caras ensudoradas y feroces, pero se engatusaron con las postales de colores, las más románticas.

No nos hicieron nada. Ni siquiera interrumpieron al tío Tomás, que seguía leyendo.

Solo al marcharse:

Fue el último de todos, aquel distinto que no llevaba arma ni cinturón ancho con hebilla, el de la mirada religiosa y dulce.

A él no le importaban las postales. Solo husmeó un poco en los libros. Luego me apartó suave y empezó a sacar las cajas de la tipografía como si entendiera el oficio: las grandes de los tipos comunes, las medianas de las letras de adorno, las pequeñas con las titulares mayúsculas. Según iban saliendo él vaciaba el contenido de los cajetines en el suelo y en el montón se empastelaban los signos del alfabeto, las redondas y cursivas, las negritas gritadoras, las versales y las minúsculas.

—Todas las palabras del mundo —dijo. Con un odio medido, sin alzar la voz.

Parecía un místico. Dicen que son los más peligrosos.

No sonó corneta pero supimos que mandaban retirada. Hubo una impaciencia de metales en la plaza y al fin se llenó el anochecer de un gran silencio. Tímida luz rojiza empezaba a crecer en el filamento de las bombillas.

Entonces sentí en los huesos la voz desacostumbrada del tío Tomás, aunque él no había dejado el libro ni la postura, le gustaba mucho Silvio Pellico. Habló lo indispensable:

—En un año no habrá Parroquial Berciana.

Pareció que se le quitaba un peso de encima.

En seguida empezó a crecer en la plaza un río de rumores. (Por los laterales, derecha e izquierda, las del espectador, van saliendo los serenos de día, tenderos, el director del Banco Urquijo, voces vecinales). Todavía no sé por qué entonces me acordé del teatro, de cuando dieron El santo de la Isidra y el coro no cabía en el escenario.

Pero ya los defensores del castillo del conde acudían rabiosos, tirando al aire escopetazos y denuestos porque los caballos no habían entrado de frente sino con astucia, por el olvidado callejón de Pino.

Y el abad de la colegiata sentenció aquello, que los hijos de las tinieblas son más listos que los hijos de la luz.