—«Érase una vez un rey, y aquella tarde de verano según iba yo por el sendero del bosque, me lo encontré de cara, Buenas tardes, rey, lo saludé, todos tenemos ganas de saber los pensamientos de usted sobre lo que está pasando en el Reino», ¿no crees tú, cariño, que habría que empezar siempre con la sencillez de las viejas historias?
A Silvia le gusta mirarme cuando hablamos de mis cuentos después del amor, creo que últimamente le dedicamos más tiempo a la conversación que a pecar, pero a ella no parece importarle y eso me tranquiliza respecto a mis perezas en la cama. Se pone de costado, un poco levantada sobre el codo, vigilando mi postura egoísta y que la brasa de mi cigarro no le desgracie las sábanas estampadas de diseño.
—¿Y por qué no habrías de hacerlo, cariñín? —siguió con el tema—. Tú escribe con libertad, que no tienes que venderte a nadie.
Pero no me gusta ser un mantenido de Silvia. Ni siquiera un mantenido mediopensionista. La avería del coche (siempre ocurre en verano), el chantaje permanente de mi exmujer… Y es que un cuento magistral, con la famosa esfericidad que definía Cortázar, un cuento esmerado sale con mucho decoro en la Revista de Occidente o en el papel verjurado de El Extramundi, pero donde uno arregla el mes es publicando en los poderosos.
—Exageras, guapín. Lo que cuenta es el prestigio, y no lo digo porque te haya comprometido para la revistina de mis paisanos.
—Una pejiguera.
—Lo que te gustan a ti las palabras anticuadas —sigue Silvia, que se está levantando de la cama como si quisiera empujarme con el ejemplo—, eso de pejiguera.
—Pues a ver cómo diría la licenciada.
—De ser tan pesimista como tú, diría un coñazo.
Yo me incorporo despacio, vagamente desalentado por el descubrimiento de que es domingo y toca paella en el restaurante de Elipio.
—Con tal de que no haya cerrado —me agarro a la eventualidad veraniega.
Silvia conoce el lugar desde cuando era universitaria:
—¡El sanabrés! Ése no cierra ni por defunción de toda su familia.
Será el arroz un poco pasado de los domingos. El mismo arroz que se sirve cada domingo, todos los domingos, en las pensiones y en los hospitales, en los cuarteles y en los restaurantes madrileños de un tenedor. A Silvia le gusta. Dice que el arroz de los domingos une mucho, ella tiene sentido de lo familiar. Ya en pie, le doy a Silvia una palmada en las nalgas, bueno, un azote en el culo, el gesto más inocente que puede ejecutar un amante estable. Maciza. Licenciada. Asturiana.
Los lunes no cuentan. Ni de estudiante chico ni de adulto he podido empezar nada el primer día de la semana. Este lunes vamos a borrarlo de nuestra historia.
Como el martes, lastrado de refranes funestos. A quién se le ocurre, ponerse al tajo en un día que ni te cases ni te embarques.
Miércoles, calor. Calor, incluso para uno que es nacido y criado en el llano de Jaén. En estos tres días no he ido con Silvia. Este año a ella no le toca hasta setiembre el cierre de su farmacia por vacaciones. Algo me dijo sobre si en estos días tan raros quería quedarme fijo en su casa, «de pensión completa». Pero ella sabe que salvo las noches de los viernes y algunas de los sábados, lo que me gusta es que en su piso confortable de Isaac Peral nos acostemos un rato, y luego marcharme a respirar la libertad en unos metros cuadrados, calurosos como el infierno, pero míos.
Y por qué van a ser raros estos días de agosto.
Es verdad que te faltan gentes y costumbres, pero en cambio puedes escribir sin que te interrumpan. El miércoles me tiré de la cama con decisión, tenía cigarrillos, tenía latas de cerveza como el bárbaro de Bukowski. El dichoso cuento para la revista de los paisanos de Silvia —gratis et amore— me lo vendimiaba yo en unas cuantas sentadas, lo malo en el verano es el plástico del asiento. Conque volví a la horizontal, en pelota picada. A tantear argumentos. Por ejemplo: el vástago de una buena familia, con talento natural pero habiendo fracasado en sucesivas oposiciones ambiciosas —¿va perfilándose el retrato?—; de lo que ahora vive el hombre es de asesor en la sombra de un advenedizo que ha llegado al poder demasiado deprisa, le prepara los discursos y las corbatas, la gracia estará en que también el asesor se ocupe con la mujer ociosa del poderoso siempre azacanado. O con la querida, ya lo veremos.
Pero no me gusta inspirarme en los políticos o en los banqueros, porque en seguida le llega la fecha de caducidad al producto.
También andaba rondándome el aristócrata venido a menos que resuelve la situación doblando sus disponibilidades a base de vivir solo en días alternos, un día vive como un señor y el día siguiente lo pasa hibernado en la cama. O uno de Úbeda (me da por los arruinados) que le vende su palacio a un jeque, y el árabe le deja un ala de la casona para que siga residiendo, porque el viejo prócer le da lustre a la propiedad con su trato tan fino.
El jueves por la mañana bajé por unas digestinas suaves, el tabaco y algunas comisiones, y al volver a mi cuarto estaba parpadeando la señal del contestador. Cualquier incordio, ahora que tenía chupado el cuento para esos idealistas de la revista del norte. Pulsé la tecla de los mensajes. Señales de una llamada abortada. Después venía otra llamada, ésta si daba la cara, un recado de la secretaria de Miguel Arosa. ¡De Miguel Arosa! Me indicaba un número de teléfono y que, por favor, tuviese la bondad de llamar con urgencia. Una voz agradable, pero enlatada, me recibió: está usted en contacto con el Grupo Tal, que esperase unos instantes, y me dejó en la escucha de una música de fondo. Y en seguida la secretaria particular de Miguel Arosa, que al momento me ponía con el señor Arosa.
O sea que el patrón no se encontraba hablando por otra línea, no tenía una visita en su despacho, no estaba reunido. Eso es la gloria literaria, cuando empieza a ocurrirte que si llamas por teléfono al director, el director no está reunido.
—Te voy leyendo últimamente —dijo Arosa— y veo que estás despegando, bueno, hace años que sé con quién me gasto los cuartos como lector, desde que nos conocimos en aquel verano santanderino de la Menéndez.
—Yo también he seguido tus ascensos, aunque nunca te mandé una felicitación, para que no creyeras.
—Qué tontería, no hay nada que hubiera podido creer, fuera de la amistad. Y en todo caso, cuando uno trata de reclutar a los amigos que valen, se favorece a sí mismo. Ahora mismo te estoy llamando para pedirte una cosilla para el dominical del periódico. Estamos con una serie de relatos, seguro que la habrás visto, queremos lo mejor de cada casa.
Calculé un millón de ejemplares, el imperio del colorín sobre los quioscos y las estaciones y los aeropuertos, el cuché en las peluquerías, en las esperas de los dentistas. Miguel Arosa seguía al aparato.
—Te lo agradezco mucho, Miguel —pensé callármelo, pero fui honrado—. Solo depende del plazo, tengo en el telar un cuento, poca cosa, pero ya sabes, justamente porque es una revista modesta…
No me dejó seguir.
—Eso te honra —se le oyó la seguridad irónica—, en esta casa no tenemos celos de nuestros colegas… —aumentó su autoridad—: quiero de setecientas a mil palabras. El lunes, incluso vale el martes, te mandamos el mensajero.
Era fácil sospecharlo. Estaba claro que alguien les habría fallado en el último momento. Pero las cosas son como son, y sería salir con el Montalbán, el Marías, los bercianos que están en todo, puede que con Camilo. Un cheque rápido y suculento para no tener que gorronearle tanto a Silvia. Y de pronto, como el rayo, la inspiración maliciosa que de vez en cuando nos visita a los vagos: la historia de Pepi la Hebrea.
Antes de conocer a mi exmujer, antes de encontrar a Silvia, había tenido yo una relación con Pepi la Hebrea. Era paisana mía, de Carchelejo, aunque este cae para el lado opuesto de la provincia. Nunca llegué a saber quién le había puesto la Hebrea como nombre de guerra. Pero lo de guerra es un decir, porque la chica era lo más pacífico y decente que conocí en mi vida. Delicada, pudorosa hasta la ñoñez, sobrevivía en Madrid trabajando en un espectáculo sexy en la Cava Baja, absolutamente pornográfico. Lo profesional lo separaba de su vida y sus sentimientos personales. No se lo pregunté, pero a lo mejor iba a misa. Pepi le tenía mucho respeto a una compañera mayor que estaba en las últimas de su carrera y la aleccionaba con su experiencia traída del Paralelo barcelonés. Yo vi actuar a esta veterana, todavía tenía un desnudo aceptable. Había como un alarde de poderío y juventud en el vértice de su sexo. Pepi la Hebrea me secreteó —sin sarcasmo, con admiración tierna— que la señora Cruxet (Nina la Masó) se poblaba la entrepierna con un bisoñé. La sujeción era perfecta, un secreto que la experta se reservaba.
—Yo creí que se teñía ese vello —le dije a la Pepi—; una noche que fui a buscarte, la Nina lo tenía muy negro y a los pocos días lo enseñaba de un rojizo provocador.
—Tiene surtido de bisoñés, se los manda un peluquero de Tarrasa.
Pepi la Hebrea acabó de mala manera en la vida real, pero no me gusta que en un cuento se me muera el protagonista. La historia la rematé en plan feliz, es lo que te piden en un relato de verano. Lo firmé y encendí el cigarro más gustoso de mi vida. En el humo vi el anuncio de mi colaboración que campeaba en la cubierta del dominical. Vi en las páginas de honor la entradilla que ponían con mi biografía. Vi —y toqué— con la imaginación el cheque y la cantidad en cifra y en letra…
Silvia no tiene nada de celosa. Le gustó mucho el argumento de la Hebrea y que yo hubiera despachado el relato en el fin de semana, que esta vez lo pasé entero en su casa, y cumpliendo en todo como un hombre.
—¡Ostras, los de Jaén! —comprobó por debajo de la sábana con su mano fina de boticaria.
Y lo que le gusta a esta mujer que hablemos de literaturas después de hacer el amor:
—Es un cuento precioso, neño, verás qué contentos mis amiguines de Rey Lagarto.
Yo, callado.
—Y a lo mejor te lo ilustra Barjola, que todo lo de Asturias le presta.
Yo, azorrado.
El confort del aire acondicionado, la novedad de que esta vez nos viniéramos a echar la siesta después del arroz del domingo, lo sanota que está esta mujer… Y por qué no darme el gustazo de dejar plantado a Arosa, la de veces que el cabronazo silenció mis libros en el suplemento que todos sabemos.